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Hacia fines del siglo pasado, el ex asesor de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Zbigniew Brzezinski, intentaba definir aquello en lo que Rusia podría o no convertirse mediante un análisis geopolítico. En un contexto signado por un sistema internacional unipolar, su estudio prospectivo determinaba en aquel entonces que “Si Moscú vuelve a hacerse con el control de Ucrania, con sus 52 millones de habitantes y sus importantes recursos, además del acceso al mar Negro, Rusia volverá a contar automáticamente con los suficientes recursos como para convertirse en un poderoso Estado imperial, por encima de Europa y Asia[…]” (Brzezinski, 1998: 54).
La crisis desatada en Kiev ha puesto en evidencia que al parecer, ni Rusia ni Ucrania aún han completado la formación de sus naciones y la construcción de sus Estados nacionales, porque todavía son fuertes las hipótesis de más cambios, y esto se extiende a otros puntos geográficos en el espacio post-soviético. Lo cual supone observar sobre cuales son los factores que revisten de importancia la incorporación de la República de Crimea a la Federación de Rusia para conocer de la dinámica de gestión que lleva adelante Moscú para cumplir con la tarea de “liderazgo y poder”.
Desde la óptica geopolítica, la premisa de Brzezinski resulta en parte acertada. Con la incorporación de la República de Crimea y la ciudad de Sebastopol a la federación, Rusia se asegura el acceso al mar Negro y, por lo tanto, la manutención de su flota y el acceso a recursos energéticos de envergadura para la región.
Por otro lado, en base al relato del proverbio ruso: “San Petersburgo fue la cabeza de Rusia, Moscú su corazón, pero Kiev la madre”, podemos entender la incorporación de Crimea como un florecer del paneslavismo; luego del letargo derivado del surgimiento de nacionalismos producto del “Otoño de Naciones” en el marco de la disolución de la URSS.
Párrafo aparte, queda la consideración del significado político para Vladimir Putin en la puja con Occidente, sobre todo cuando las cosas se miden en ganadores y perdedores.

Ahora bien, en término teóricos resta indagar acerca de qué forma de estado reviste el coloso ruso, ¿se trata de un Estado-Nación? O bien, como predecía Brzezinski, ¿Un poderoso Estado imperial? Justamente, “Imperial” es la palabra que ha resonando tanto en los medios de prensa occidentales que han buscado argumentos para criticar una “expansión rusa”.
Más que un Estado-Nación como tal, circunstancias “confusas” son transformadas en una fabulosa oportunidad para el aprovechamiento de Moscú de actuar mostrando las aspiraciones imperiales que se remontan al zarismo. Más allá de los últimos acontecimientos, en un pasado no remoto encontramos más ejemplos de esta aseveración. Sin ir más lejos, basta recordar las intervenciones en las regiones de Abjazia y Osetia del Sur en el año 2008.
[…] Vladimir Putin ha resucitado las técnicas del poder patrimonial. Cuando vemos cómo él y sus protegidos vuelven a conectar a los magnates con el Estad, refuerzan el control de las instituciones religiosas, meten en cintura a los medios de comunicación, transforman el proceso electoral en una <> apoyada por un solo partido, imponen la lealtad forzosa de los gobernadores de la federación, flirtean con el nacionalismo en las regiones rusas, vuelven a entrar en la competición por las fronteras de Rusia, y manejan con eficacia en la arena internacional la principal arma que tiene el país -la energía-, podemos decir que el imperio ruso ha reaparecido en una nueva transmutación en su espacio euroasiático.” (Burbank y Cooper, 2011: 614).

El factor religión.

Sumado a ello, otro rasgo identitario que nos remonta al zarismo es la estrecha alianza entre el trono y el altar. En este sentido, es clave el acercamiento entre la Federación Rusa y la Iglesia Ortodoxa Rusa luego de la asunción de Vladimir Putin, que tuvo como consecuencia el desarrollo de relaciones especiales entre estos dos actores.
Este acercamiento quedo demostrado en varios acontecimientos, entre los cuales se destacan la bendición a Putin de parte de la máxima autoridad eclesiástica, Alejo II, luego de la renuncia del presidente Yeltsin en 1999; la asistencia del mandatario ruso a la reunificación de la Iglesia Ortodoxa Rusa y la Iglesia Ortodoxa fuera de Rusia en 2007; y el restablecimiento de la educación religiosa en 2009. Por último, la aprobación en junio de 2013 de una ley contra la propaganda homosexual con apoyo de las autoridades ortodoxas es otra señal de esta renaciente alianza.
Estos elementos coyunturales, sumados a otras fuerzas profundas del pueblo ruso nos permiten afirmar que, a sabiendas de la importancia que históricamente desempeñó la Iglesia Ortodoxa Rusa en la conformación identitaria de este país, la intención de Putin es la de rescatarla de la destrucción que padeció en el periodo comunista y ubicarla en un lugar privilegiado, para poder apoyarse en ella.
En este sentido, se espera que la Iglesia Ortodoxa Rusa desarrolle un papel aglutinador de la sociedad, y de legitimación y aprobación de la política del Kremlin. A su vez, las autoridades ortodoxas obtienen a cambio la restauración de su status en la sociedad, el cual se encontraba disminuido.Patriarch Kirill
Así, “[…] junto a su historia, lengua y alfabeto, la Iglesia Ortodoxa forma parte importante de la personalidad del pueblo ruso” (Bravo Vergara, 2003:54) Entonces, es vital una perfecta unión entre Iglesia y Estado para hacer que los objetivos y mandatos trazados por este último logren mayor disciplina en una gran masa de fieles, algo que representa mermar posibilidades de cuestionamientos por la mayoría de la sociedad rusa.
Sabiendo que la lógica del actual presidente de la Federación Rusa es la lógica del poder, es posible trazar un paralelismo entre la incorporación de la “República de Crimea” a Rusia, las incursiones en Abjazia y Osetia del sur, así como el acercamiento entre el gobierno de Putin y las autoridades de la Iglesia Ortodoxa rusa; y dos elementos prioritarios y característicos de la Rusia imperial: la política territorial expansiva y la unión entre Estado e Iglesia.
El factor de la religión y el Estado: más allá de las teorías aquí no hay nada de “laboratorio” en las iniciativas que sigue Moscú tras estos aires victoriosos de la anexión de la península de Crimea -suceso que ha elevado el nivel de popularidad de Vladimir Putin por encima del 80%-. Tras la crisis de Ucrania, se evidenció la inacción de la Unión Europea y la falta de liderazgo de Washington. Ahora, Occidente deberá experimentar algún tipo de reacción frente al desafío que representa -para toda la comunidad internacional- el alerta de poder desatarse otro punto de fricción y que en la continuidad de esta tendencia, no se vulneren los principios universales. El desafío es que el sistema no permita el ejercicio del Poder por sobre el deber. También, con este concepto de “ganadores y perdedores”, seguramente hay muchos elementos por observar en las tendencias de la Federación Rusa y su forma de actuar hacia la “vuelta del imperio”.

Desarrollo & Contenido
Martín Rafael López – Relaciones Internacionales Universidad Católica de La Plata
Francisco Pardo – Relaciones Internacionales Universidad Católica de La Plata

(1) Brzezinski Zbigniew, “El gran tablero mundial. La supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos”, 1998, Paidós, Barcelona.
(2) Bravo Vergara, José Jesús (2003) “La Iglesia ortodoxa: su papel en la identidad de Rusia”, en MÉXICO Y LA CUENCA DEL PACÍFICO, vol. 6, núm. 20, septiembre – diciembre de 2003.
(3) Burbank J. y Cooper F, “Imperios”, 2011, Crítica, Barcelona.

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