El encumbramiento de Donald J. Trump en el seno del Partido Republicano y su casi segura nominación para la compulsa presidencial de noviembre próximo ha causado estupor y preocupación. Su fuerte retórica, particularmente en relación con la inmigración, lo ha colocado en un lugar de líder populista y xenófobo.
Es cierto que no es fácil hallar discursos tan provocativos por parte de un candidato a la presidencia de la única superpotencia del mundo, pues, mal que pese a muchos, Estados Unidos continúa siendo el actor central del orden interestatal. Basta considerar “fuentes duras” como “fuentes suaves” de su poder, por caso, gasto militar (596.000 millones de dólares en 2015, más del 36 por ciento del total global) y cantidad de solicitudes de patentes por año (160.000 registros en 2014, más del 48 por ciento del total mundial), para concluir que cualquier competidor marcha muy por detrás.
En otros términos, Estados Unidos continúa siendo, como la denominó Zbigniew Brzezinski, la “única superpotencia global extensa”, esto es, global por su presencia y capacidad para proyectar poder, extensa porque cumple un papel líder en todos los segmentos de poder, desde el tecnológico hasta el militar, pasando por el cultural, el comercial, etc.
Por otra parte, si bien en un grado menor o aminorado, Estados Unidos continúa reuniendo los cuatro elementos que simultáneamente desplegó en cuatro ocasiones (en tiempos de Theodore Roosevelt, durante la II G.M., luego con Ronald Reagan y, finalmente, con George W. Bush) durante los últimos 120 años: nacionalismo, militarismo, globalismo e ideología.
Este último componente es capital para abordar a “Trump en contexto”, y tal vez concluir que su retórica, histrionismo y exceso son sin duda exagerados, pero responden en buena medida al patrón ideológico-religioso-geopolítico protohistórico estadounidense.
Dicho patrón se funda en una profunda convicción que arrancó con los mismos “Padres Fundadores”, para quienes el territorio estadounidense era el asiento del “Bien”, mientras que en “el resto” del orbe predominaba el “Mal”, entendiendo centralmente por Mal el fenómeno de la guerra, que por entonces era el lugar común en Europa.
Esta concepción mesiánica explica los ciclos de aislacionismo estadounidense en el mundo hasta 1941, cuando Estados Unidos fue atacado, entró en la guerra y, terminada ésta, convertida en superpotencia nunca más regreso al ensimismamiento internacional. Pero la idea respondió al mismo patrón: mantenerse lejos del Mal combatiéndolo (ahora) fuera del territorio estadounidense.
Después del 11-S el globalismo (junto con los demás componentes) fue tan total y contundente que el propio sistema internacional prácticamente se identificó con la defensa y promoción de los intereses nacionales estadounidenses. La llegada de Barak Obama “desactivó” la casi hegemonía norteamericana, aunque ello no implicó que Estados Unidos dejara de considerar el mundo como un lugar riesgoso para el “sagrado” espacio norteamericano. De hecho, desde los atentados en 2001, por vez primera en su historia los estadounidenses desarrollaron y mantienen hasta hoy una “mentalidad de asedio”.
El mundo puede encontrarse en una etapa de cambio, sin duda, pero esta concepción de “excepcionalidad” habita en las dos fuerzas políticas estadounidenses, aunque “tiende” a ser más pronunciada (y reclamada) entre los republicanos (si bien Trump se ha expresado poco en materia de política externa) y, ni que decir, en el Tea Party.
Hacia dentro, aquella concepción supone la predominancia de la nación homogénea, más otros componentes que han sufrido cambios o impactos en las últimas décadas, por caso, el origen geográfico del presidente, el “factor blanco” y “anglosajón”, etc. Pero el “espacio nacional para los estadounidenses” es el dato que debemos considerar en la retórica de Trump, dato que, más allá del relacionamiento con una concepción de cuño mesiánica, es una “regularidad” en los países en tiempos de incertidumbre.
Para Trump no existe incertidumbre: la “amenaza”, es decir, el extranjero (particularmente próximo) está en Estados Unidos y es necesario enfrentarlo y “erradicarlo; así, sin ambages. De no hacerlo, Estados Unidos podría marchar hacia la “desintegración”
Esta postura resignifica al desaparecido Samuel Huntington en el centro del discurso actual de Donald Trump y en su notable posicionamiento. Pero no al Huntington del conocido “choque de civilizaciones”, sino al pensador posterior que fue muy bien analizado por Arthur Schlesinger Jr.: el que no deseaba que Estados Unidos fuera como el mundo, es decir, multicultural. El Huntington que criticaba duramente a los “monoculturalistas globales que quieren hacer el mundo como los Estados Unidos, y a los multiculturalistas caseros que quieren hacer a Estados Unidos como el mundo”.
Desde otra perspectiva, dicha postura resignifica también al experto ruso A. Arbatov, cuando, tras la contienda bipolar, sostuvo: “Está bien, nosotros perdimos la guerra fría, pero le causamos a ustedes un daño terrible: los privamos del enemigo”.
Posiblemente Trump no llegue a la presidencia de Estados Unidos, pero que en la próxima compulsa electoral en la principal potencia mundial uno de los candidatos sostenga una respaldada política nacional e internacional basada en intereses étnicos, es un dato que, una vez más, corrobora las tesis que sostienen que muchas cosas podrán cambiar en las relaciones internacionales, menos la naturaleza humana.
Dr. Alberto Hutschenreuter – Director Equilibrium Global
Analista Internacional – Autor del libro «Política Exterior de Rusia – Humillación & Repración». Autor del libro «La Gran Perturbación – Política entre Estados en el Siglo XXI».
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