Para quienes hemos vivido el comienzo de la pandemia generada por el COVID-19, la crisis económica, política, social y sobre todo sanitaria por la que hoy atraviesa el mundo parece ser uno de esos acontecimientos que definen a una generación. Llevando a que se planteen paralelismos históricos con otros eventos destructivos, pero igualmente importantes para la mentalidad colectiva, como la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Vietnam, o la caída del Muro de Berlín.
Sin embargo, a diferencia de esos eventos que marcaron un antes y un después en la historia mundial, el COVID-19 no ha sido (hasta donde sabemos) una tragedia creada por el ser humano, sino un acontecimiento de la naturaleza, cuyos efectos se han hecho sentir en todos los sectores de las sociedades humanas.
A primera vista, una situación como esta, con lo que algunos podrían calificar como un “enemigo externo”, debería servir como un elemento cohesivo para la humanidad. Siendo lógico que, frente a una amenaza a la vida de todos los habitantes del planeta, indistintamente de fronteras, razas o nacionalidades, todos los Estados del mundo busquen una mayor cooperación internacional para conseguir soluciones a la crisis lo antes posible.
Por el contrario, el COVID-19 ha servido para acelerar las tendencias que ya venían observándose en los últimos años en el sistema internacional, las cuales apuntan a una mayor conflictividad en lugar de a un incremento en la cooperación. No siendo tanto el COVID-19 un punto de inflexión en la historia de la humanidad, como un “acelerador de la historia”, como lo ha calificado recientemente Richard Haas.
El retorno de las naciones a la política internacional
Las últimas tres décadas han sido una anomalía en la historia. Pues, desde la caída del Muro de Berlín en 1989 y el colapso de la Unión Soviética dos años después, los Estados Unidos han gozado de lo que varios autores han llamado un “momento unipolar”. Desafiando lo que hasta ese momento había sido la regla en el sistema internacional moderno, es decir, el equilibrio de poder entre las grandes potencias, para consolidar el dominio único y exclusivo de una sola superpotencia sobre todo el mundo.
Esta situación fue aprovechada por los Estados Unidos para expandir el orden liberal que ya había consolidado en occidente durante la Guerra Fría, transformándolo, parcialmente, en un verdadero orden mundial liberal, basado en una serie de instituciones que como la Organización Mundial de Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que permitieron a los Estados Unidos moldear el sistema internacional de acuerdo a los principios y valores que este país defiende.
Por supuesto, esta situación no podía durar mucho tiempo. Ya que el intento estadounidense por transformar el sistema internacional según su visión del mundo ha estado desde un principio condenado al fracaso. Pues, no importan las intenciones que tengan o que tan benigno o no un hegemón pueda considerarse a sí mismo, el sistema internacional es un sistema de autoayuda. Esto quiere decir que ningún Estado puede confiar en las capacidades o buena voluntad de otro Estado para garantizar su seguridad.
Por lo tanto, el hecho de que un solo país como los Estados Unidos quiera abrogarse el derecho a decidir y hacer sin límites a nivel global, llevará inevitablemente al surgimiento de potencias rivales que intenten aumentar su poder para equilibrar al hegemón, y evitar su dominio sobre el sistema internacional.
Eso es justamente lo que hemos podido ver en las dos potencias más “hostiles” al proyecto estadounidense: Rusia y China. Dos Estados que, lejos de las esperanzas de una parte de la élite intelectual estadounidense, no se han acercado naturalmente al orden mundial liberal creado por los Estados Unidos, sino que se han aprovechado de las ventajas que el mismo concede (libre navegación, un sistema financiero mundial interconectado, libre comercio, seguridad), para aumentar sus capacidades y empezar a desafiar abiertamente la posición de Washington.
En este sentido, el comportamiento chino durante el COVID-19, no se ha alejado en lo más mínimo de los lineamientos de política exterior que ya manejaba el gigante asiático antes de la pandemia. Si acaso, el virus ha servido para acelerar las tendencias que ya podían observarse fácilmente, en los cada vez más agresivos intentos de China por ganar la supremacía en el Mar de China Meridional, o en el proyecto de expansión de su influencia económica a través de la “Bealt and Road Initiative”.
De esta forma, la “diplomacia de las mascarillas”, las acusaciones en contra de los Estados Unidos sugiriendo que este habría desarrollado e importado a China el COVID-19, la exclusión de Taiwán de las reuniones de la OMS, e incluso la consolidación del poder de Beijing sobre Hong Kong. No son sino la manifestación del retorno de las naciones a la política internacional, una nueva época de competencia entre grandes potencias tal y como lleva unos años mencionándose entre los expertos.
La economía internacional y la seguridad nacional
Esta nueva época de enfrentamientos políticos, acelerada por el COVID-19, tiene su reflejo en las dinámicas de la economía internacional. Pues, aunque desde hace ya varios años se ha vivido un retorno de políticas proteccionistas por parte de varios de los principales gobiernos del mundo, especialmente los Estados Unidos, no es hasta que se han visto los efectos de la pandemia, que los Estados han visto reforzada la idea del fortalecimiento de su industria nacional como un asunto de seguridad nacional.
Y es que, durante la época de aceleración de la globalización impulsada por los Estados Unidos, se profundizo el establecimiento de las llamadas “cadenas globales de valor”. Una división de la producción entre los países del mundo, que llevó a la deslocalización de gran cantidad de empresas desde los países industrializados a naciones en vías de desarrollo, especialmente en el continente asiático, las cuales contaban con una ventaja competitiva en la abundante mano de obra barata.
Así, la fabricación de mercancías como teléfonos celulares, se convirtió en un verdadero esfuerzo multinacional, con piezas provenientes de más de diez Estados tan solo para producir un teléfono. Una tendencia que se replica en muchos tipos de mercancía en la actualidad.
Esto, cuando la hegemonía estadounidense se encontraba en su mejor momento, impulsó una época de prosperidad económica sin comparación en la historia universal. Con millones de hombres y mujeres saliendo de la pobreza en todo el mundo, y mercancías cada vez más baratas y de mejor calidad llegando a los consumidores.
Sin embargo, en una época de competencia entre grandes potencias, lo que antes se consideraba una ventaja para la economía mundial, empieza a ser visto como una debilidad para la seguridad nacional. Especialmente cuando de pronto, en medio de la mayor pandemia que haya enfrentado la humanidad en más de un siglo, los países occidentales notaron que no poseían la capacidad industrial para fabricar las mascarillas, respiradores y demás implementos cruciales para enfrentar al COVID-19, pues la producción de los mismos había sido deslocalizada a países asiáticos.
Así, se ha puesto en relieve lo que puede representar una desventaja estratégica en el caso de un problema o interrupción en los suministros, como de hecho ocurrió durante los primeros tres meses del año, cuando frente a la cuarentena impuesta en China, las empresas occidentales empezaron a ver como escaseaban piezas intermedias fundamentales para mantener su producción.
Por ello, el proceso de “desacoplamiento económico” que había empezado a observarse a nivel mundial en los últimos años, solo ha seguido su curso acelerándose durante la crisis del COVID-19. Con medidas por parte de países como Japón, que ya han empezando a anunciar planes concretos para conseguir el retorno de sus empresas al territorio nacional.
El sistema internacional luego de la pandemia
Así como en el plano político y económico, el COVID-19 no ha hecho otra cosa que acelerar tendencias que ya podían preverse en el sistema internacional (y que de hecho el realismo estructural lleva previendo décadas). En otros sectores como la innovación tecnológica, la pandemia también ha dado un impulso al desarrollo de tecnologías como el internet 5G o la inteligencia artificial, las cuales son vistas como un medio importante para combatir enfermedades en el futuro.
Por supuesto, el que el sistema internacional este caracterizado a partir de ahora por el conflicto, de una forma que no se había visto desde el final de la Guerra Fría, no significa que la cooperación sea imposible, que la globalización este terminada, o que no vayamos a observar ningún tipo de orden internacional a partir de ahora. Lo que el retorno de las naciones quiere decir, es que en los próximos años asistiremos, necesariamente, a un proceso de reajuste en la organización del orden mundial que se adapte a las capacidades y objetivos de las grandes potencias. Dejando atrás el orden mundial liberal construido en solitario por los Estados Unidos, para crear dinámicas de relacionamiento, cooperación y conflicto, que tengan en cuenta el creciente poder de China, así como las voces de actores intermedios como Rusia y la India, para dar forma a una nueva gobernanza mundial.
Por Lenin Navas.
Analista Internacional. Venezuela. Twitter: @LeninNavasG
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