Aunque improbable, es posible que la de Ucrania sea la última de una serie de crisis que desde mediados de la década del noventa afectan las relaciones entre Rusia y Estados Unidos. Desde la primera ampliación de la OTAN y la intervención sin autorización del Consejo de Seguridad de la Alianza Atlántica en la ex Yugoslavia hasta Ucrania, pasando por la injerencia Occidental en Irak en 2003, los acontecimientos que terminaron con la “operación de defensa contraofensiva” en Georgia por parte de Moscú y el despliegue de la primera fase del escudo antimisilístico por parte de Washington, las relaciones entre los dos países, salvo un período de cooperación post-11S, fueron desmejorando.
Si bien no se pueden descartar escenarios de agravamiento como consecuencia de la adopción de posiciones de fuerza que reduzcan peligrosamente el espacio de la diplomacia, las múltiples cuestiones complejas que requiere la concurrencia de Estados Unidos y Rusia, por caso, Irán, Corea del Norte, Siria, armas estratégicas, etc., ofrecen perspectivas favorables en relación a posibles convergencias en la crisis ucraniana.
Pero más allá de las cuestiones sensibles globales destacadas, el propio curso de la deteriorada relación entre ambos actores necesariamente requiere de un punto final, pues una Ucrania militarmente “dentro de Occidente” implicaría la última estación de una concepción de poder de Estados Unidos, que tras el final de la Guerra Fría pretendió “rentabilizar” los dividendos de su victoria frente al “Estado continuador” de la derrotada Unión Soviética, la Federación Rusa.
Hoy casi no se discute que ello haya sido así, y los hechos así lo demuestran. Esta dimensión mayor en la crisis de Ucrania suele pasar desapercibida, pero se trata de una cuestión capital que trasciende dicha crisis.
Por ello, Ucrania debería ser considerada no como la última estación de una puja de poder, sino como una estación de convergencia que ponga fin a un ciclo de casi un cuarto de siglo de rivalidad. Un ciclo que no fue una continuación de la Guerra Fría, pero que conservó concepciones y prácticas de poder propias de la misma.
En política internacional la experiencia suele ser un recurso que puede aportar datos útiles en relación a acontecimientos o crisis presentes. Salvando diferencias, acaso los años setenta nos proporcionen ese tipo de datos.
Como consecuencia de una serie de acontecimientos que arrancaron con la crisis de los misiles en Cuba (a partir de la cual como bien señala Henry Kissinger en sus memorias Estados Unidos y la entonces Unión Soviética extrajeron conclusiones diametralmente opuestas) y siguieron con el deterioro en el segmento de las armas nucleares, ambos actores necesitaron alcanzar acuerdos que resguardaran sus relaciones dentro de lo previsible.
Fue así que se llegó a la “distensión” o “detente”, un período que se extendió por pocos años, pues la Unión Soviética era un actor cuya ideología solamente podía aceptar el statu quo internacional como estrategia de recuperación de fuerzas.
Más allá del fracaso de la distensión, el hecho a rescatar es que ambos poderes necesitaron pactar. Pero pactar implicó el reconocimiento por parte de Estados Unidos de la Unión Soviética como un poder equivalente, algo que la URSS anhelaba desde que surgió como gran poder en 1945.
Finalmente, la distensión también implicó por parte de Estados Unidos reconocer a China como otro gran poder. En clave realista, y sin duda considerando el orden internacional que existió entre 1815 y fines del siglo XIX, se trató de un diseño interestatal (con base en la Secretaría de Estado) que buscó la estabilidad en base al equilibrio o balance de poder entre varios polos.
Hoy los tres actores, Estados Unidos, Rusia y China, mantienen diferencias y en buena medida estas diferencias obedecen a que los dos últimos aspiran a reconocimiento por parte de Estados Unidos, es decir, que Washington deje de desplegar políticas de poder contra sus intereses y considere lo que en China denominan “mentalidad de poder global”, un concepto que reclama más deferencia y consulta entre los actores mayores del orden interestatal.
Hoy se cuentan con datos más favorables que cuando sucedió la distensión: a diferencia de los años setenta, Rusia no es un actor ideológico ni China despliega concepto alguno en materia de política externa, alcanzando la interdependencia económica-comercial entre Pekín y Washington un nivel sin precedente. Por otra parte, Estados Unidos continúa siendo el principal poder global aunque necesita recuperar prestigio internacional, los dos términos (poder y prestigio) que, como señala Robert Gilpin, son concluyentes para un respetado actor preeminente.
En breve, toda crisis implica oportunidad. Acaso un pacto interestatal mayor a partir del conflicto de Ucrania (que preserve la independencia del país bajo una condición de neutralidad política y federalismo nacional) suministre seguridad y previsibilidad, esos “bienes públicos internacionales” que hoy, a cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial, el mundo necesita.
Dr. Alberto Hutschenreuter
Analista Internacional – Académico – Director “Equilibrium Global”
Artículo publicado en: http://actualidad.rt.com/blogueros/alberto-hutschenreuter/view/128962-estados-unidos-rusia-china-datos-pasado-crisis-presente