Análisis enfocado al «political-branding» en el caso Afganistán. Por Ludmila González Cerulli
¿Qué fruto puede brotar del plan de no tener plan y prolongar una guerra por más de 18 años? La reconstrucción de los hechos en Afganistán encarna una complejidad de fuerzas contrapuestas y relatos que no terminan de responder las preguntas que la opinión pública se hace tanto en el ámbito público como privado. Esta historia tiene una extensa oferta de versiones (amplitud de perspectivas) según procedencia del emisor, según la identidad cultural del destinatario, según el objetivo del acto de comunicación y hasta según la cantidad de palabras que el público esté dispuesto a consumir para informarse. Pero aquí, no abordaremos la(s) historia(s), sino lo que está todavía en vela: cómo se cuenta la actualidad del conflicto y cómo se construye sentido en pos de esa toma de decisión en la política exterior. El political branding.
Primero, entremos en terreno. Afganistán ocupa el puesto 27º dentro del índice global de libertad que elabora Freedom House cada año. Para octubre de 2019, se registraron 8239 víctimas civiles atribuibles a violaciones de los derechos humanos cometidas por los talibanes, otros grupos insurgentes, la policía y fuerzas de seguridad afganas, las fuerzas extranjeras y, entre ellas, las fuerzas militares de Estados Unidos y representantes de la CIA. A pesar de las 9 rondas de negociaciones que el gobierno norteamericano entabló con los talibanes en Doha a lo largo del año pasado, los ataques terroristas en Afganistán continuaron. El entorno es de una inseguridad generalizada y descontento con las élites políticas a tal punto que, en las elecciones presidenciales de septiembre, se produjo la tasa de participación más baja y el gobierno afgano quedó dividido entre dos autoproclamados ganadores.
La esperanza de restablecer un orden político y social —al menos por una temporada— no prosperó ni con la firma del acuerdo preliminar de paz al cual se comprometieron Estados Unidos y los talibanes a fines de febrero. El acuerdo perdió su sentido hace dos semanas tras los ataques a una sala de parto en Kabul, donde se asesinaron a madres y bebés recién nacidos; mientras que en la provincia de Nangarhar, un terrorista suicida detonaba sus explosivos en una ceremonia funeraria. Se evidenció que estos actos fueron planificados por los talibanes y, por eso, el gobierno afgano ordenó pasar de la posición defensiva a una altamente ofensiva. Así se reanudó el fuego.
Retrocedamos a septiembre de 2001 cuando el expresidente George W. Bush decidió intervenir en la guerra de Afganistán. Hubo dos motivos: el primero abarcaba a la seguridad nacional y la protección de los derechos fundamentales y libertades; el segundo consistía en liberar al pueblo afgano del régimen talibán. 18 años después y sin saldo positivo mensurable, aún se intenta justificar dicha toma de decisión en la política exterior. ¿Por qué Estados Unidos persiste en Afganistán si ni siquiera ha alcanzado alguno de sus objetivos?
La explicación que propongo en este artículo es mediante el political branding. Las gestiones de Bush, Barack Obama y Donald Trump coinciden en cómo cuentan la historia, su storytelling con respecto a los acontecimientos en Afganistán. En síntesis: ninguna administración cumplió la promesa de poner fin a la guerra. Sin embargo, los altos funcionarios siempre han pronunciado declaraciones positivas con respecto a “los avances”. El costo humano de Estados Unidos en el conflicto más largo de su historia registra cifras superiores a 2400 bajas y 20 mil militares heridos en el campo de batalla, según el Departamento de Estado. ¿Quién se atrevería a validar estos datos públicamente y admitirles a los ciudadanos que todo fue en vano?
La alternativa institucional fue fundar en 2008 la agencia Special Inspector General for Afghanistan Reconstruction (SIGAR) cuya finalidad es monitorear, evaluar logros y detectar fallas para asesorar al Congreso en cómo mejorar las operaciones en el territorio afgano. De este modo, se creó el Programa “Lessons Learned” que generó un informe en alusión a los errores identificados y las recomendaciones de los expertos. Dicha información documenta más de 400 entrevistas a personas que jugaron un rol directo en la guerra, desde generales a diplomáticos, trabajadores humanitarios y oficiales afganos.
Estos testimonios evidenciaron el estancamiento: la falta de un consenso sólido sobre la definición de los objetivos de la guerra y la ausencia de un plan que planteara cómo finalizar el conflicto. No obstante, la investigación periodística del Washington Post contrastó críticamente el informe de la SIGAR ante la primacía de “material clasificado”; esto quiere decir que, las declaraciones más comprometidas no fueron publicadas y tampoco se reveló la identidad de las personas en la mayoría de las entrevistas. La disputa se generó entre el derecho de preservar a las fuentes y el derecho del acceso a la información por parte de los ciudadanos, dado que se trata de un caso de interés público y nacional, el cual involucra a las autoridades y altos funcionarios del gobierno.
“The Afghanistan Papers” —título de la investigación que el Washington Post publicó en diciembre de 2019— reprende el proceso de toma de decisión de las tres gestiones presidenciales en cuanto al marketing que se ha tejido para la comunicación de la política exterior en Afganistán. Entre las conclusiones que postula el medio, se destacan cuatro.
Una es la contradicción entre las entrevistas y las declaraciones positivas emitidas durante 18 años junto con el ocultamiento de pruebas inequívocas del curso de la guerra (ya imposible de ganar) e intentos de “engañar deliberadamente al público”. En segundo lugar, se menciona la razón original de invadir el territorio con el fin de destruir a Al-Qaeda; pero, a pesar de haberlo conseguido en cierta parte, los funcionarios reconocieron que la misión se tornó confusa. La tercera hace hincapié a que Estados Unidos nunca logró de comprehender a Afganistán y, por eso, sus políticas e iniciativas estaban destinadas a fallar. Por último, el tema de las promesas. El gobierno norteamericano se involucró en un gran esfuerzo de construcción de la nación en Afganistán e inyectó sumas de dinero abismales en un país incapaz de absorberlas. En cambio, esto sí sirvió para el soborno, fraude y corrupción.
La réplica de la SIGAR al Post se manifestó en una carta del representante de la agencia, John F. Sopko, al editor del diario. A modo de contrarrestar el impacto de la cobertura mediática, la justificación de Sopko desestimó el término usado por el Post de “la historia secreta”, ya que la SIGAR había publicado sus auditorías e informes con respecto a la situación de Afganistán. Más allá de reconocer la contribución del diario con el pueblo norteamericano (al producir contenidos con un lenguaje simple, accesible y no técnico), tildó a la investigación de un enfoque sobredimensionado.
Los think tanks también entraron en esta puja por insertar una mirada predominante. En sintonía con la SIGAR y desde un rol más secundario, RAND Corporation y American Enterprise Institute (AEI) son ejemplos de organizaciones que generan contenidos cuya línea contribuye con una forma de percibir los hechos. En concreto, los principales referentes en el tópico lograron escribir artículos que fuesen lo suficientemente despojados de sesgos y convincentes para fundamentar la permanencia de las tropas en Afganistán, proyectar escenarios posibles de negociación y soluciones a corto plazo que vislumbren el establecimiento de la paz en dicho territorio.
¿Qué elementos narrativos se emplean para calmar a quienes se oponen a esta política exterior y justificar la perseverancia en el conflicto? Teniendo en cuenta las publicaciones de RAND Corporation y AEI, se identifican 5 storytellings: la empatía con el desencanto que siente el pueblo norteamericano; la viabilidad de asignar a un facilitador que colabore a mediar entre las distintas partes y fortalecer un consenso en la forma de gobernar en Afganistán; los riesgos y amenazas que podrían ocurrir si estas conversaciones colapsaran y todas las tropas extranjeras se retiraran; el apoyo a la postura de la SIGAR frente a la investigación del Post; el cuestionamiento incipiente a la credibilidad de la diplomacia de EEUU; la amplificación de la voz de los soldados cuyo único deseo es poner el fin a la guerra.
El marketing es una de las cuatro dimensiones fundamentales en el proceso de toma de decisión en la política exterior, conforme exponen Alex Mintz y Karl De Rouen (2010). En el caso de Estados Unidos en la guerra de Afganistán, este aspecto está a la luz de las herramientas narrativas que construyeron un sentido argumentativo de la invasión y el permanecer por casi dos décadas. Frente al encuadre oficial de los acontecimientos, los medios de comunicación suelen actuar como inhibidores al ofrecer una interpretación que puede o no coincidir con la gubernamental. Aquí, ese papel lo jugó el Washington Post. Y los think tanks mencionados se posicionaron como intermediaros, porque buscaron diversificar las bases de argumentos y, a su vez, en esa generación de contenidos dejaron entrever una condescendencia con la mirada oficial.
Si retomamos la frase célebre “el medio es el mensaje” que acuñó Marshall McLuhan (1964), fundador de los estudios de los medios de comunicación, es posible comprender que el medio influye en cómo el mensaje se percibe. El significado se modifica a partir de quién fue el emisor que lo construyó. Ahora bien, extrapolemos este concepto al presente caso de análisis. ¿De qué manera el prolongar una guerra (el medio) como la de Afganistán con todas sus particularidades puede significar el camino apropiado (mensaje) para comunidades agotadas? Lejos de la discusión de a quién creerle en su relato, el foco es otro. Y es certero que el political branding —de tres administraciones en Estados Unidos— ha construido la defensa verbal y conceptual para continuar con dicha política exterior. Cabe recordar que, vecinos a 19 años, este medio ya no puede ser el mensaje.
Por Ludmila González Cerulli. Periodista especializada en Relaciones Internacionales. Columnista en revista Italiargentina. Colaboradora en el Observatorio de Puente Democrático. Miembro de CADAL