Varias son las causas que explican la situación que acontece actualmente en Irak, un país que desde hace tiempo fue perdiendo condiciones de estatalidad, es decir, burocracia centralizada, actores tributarios, ejército, control territorial, etc., para ir convirtiéndose en una “entidad a-estatal”; esto es, un espacio anárquico, disruptivo y concentrador de violencia extrema.
Existe una pluralidad de razones que explican por qué Irak se encuentra en semejante situación, desde la debilidad de la sociedad civil hasta la rivalidad inter-confesional, pasando por el asentamiento de células terroristas, influencias de actores zonales, pugnas de autonomías, ajustes políticos-religiosos, etc.; pero hay un factor insoslayable que necesariamente debe ser considerado, pues no solamente explica en parte la convulsión de Irak, sino los posibles impactos que pueda sufrir la seguridad internacional como consecuencia de la reconcentración de fuerzas del “yihadismo”.
Ese factor implica a Estados Unidos y su particular “gestión” en cuanto al amparo y promoción de sus intereses nacionales a escala global.
Sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, en 2003 Estados Unidos intervino en Irak con el fin de “neutralizar” dos situaciones que ponían en riesgo mayor sus intereses nacionales, catastróficamente afectados en 2001: los nexos del entonces régimen iraquí con el terrorismo transnacional y la posesión y desarrollo de armas de exterminio masivo, dos afirmaciones que desde antes de la intervención militar se sabían eran falsas pero que fungieron como motivos para que Estados Unidos iniciara una estrategia de proyección global que implicara, en relación al espacio de Oriente Próximo y área del Golfo Pérsico, acabar con lo que dejó la guerra de 1991 con Irak (el régimen de Sadam Hussein); mejorar la posición estratégica de Israel; crear una democracia árabe que sirviera de modelo a los países árabes amigos amenazados por disensos internos (sobre todo en Egipto y Arabia Saudita); permitir la retirada de las fuerzas estadounidenses estacionadas en la península árabe y facilitar el acceso a fuentes de hidrocarburos que redujeran la dependencia geoeconómica de la petromonarquía saudita y de lo que los expertos denominaban “Ryadpolitik”, esto es, la influencia de la dirigencia saudita en el cartel de países productores.
Quien describe este cuadro es Richard Clarke, un reputado ex Coordinador del Consejo Nacional de Seguridad en los gobiernos H.W. Bush, Bill Clinton y George W. Bush, que se opuso a la decisión de invadir Irak, puesto que consideraba que este actor no constituía una amenaza central para Estados Unidos: “La decisión de invadir Irak en 2003, tomada en gran medida en forma unilateral, fue equivocada y costosa a la vez. Los costes se pagaron en vidas, en dinero, y lo que es aún más importante, en la pérdida de oportunidades y en la creación o el empeoramiento de problemas futuros”.
Los problemas futuros son los que acontecen actualmente, pues la notable ofensiva de los yihadistas sunitas del “Estado Islámico de Irak y el Levante” (EIIL), que nace en este país y posteriormente extiende sus operaciones al conflicto en Siria, se explica en función del deterioro centralmente local pero también regional que produjo la “larga intervención” estadounidense (1991-2003-2011).
En efecto, la tarea de “limpiar el desorden que dejó la primera administración Bush cuando, en 1991, permitió que Sadam Hussein consolidara su poder y matara a sus oponentes tras la primera guerra entre Irak y Estados Unidos”, desmanteló los tres pilares sobre los que se asentaba el autócrata régimen: el Partido Baas, la burocracia y las Fuerzas Armadas, instancias que, sobre todo la última, “regulaban” las tensiones entre suníes árabes, chiíes árabes, suníes kurdos y otros grupos menores.
Pero la intervención no solamente destruyó las instancias de relativa estabilidad estatal, sino que acabó fortaleciendo a la siguiente generación de “Al Qaedas” o “yihadistas” (desde hace tiempo los expertos prefieren este término al de “alqaedismo”) y a aquellos actores regionales que construyeron poder y que sí eran una verdadera amenaza, concretamente, Irán.
Estas consecuencias internas y externas de la intervención estadounidense en Irak nos retrotraen a los hechos trascendentes (por sus secuelas) que ocurrieron tras la derrota de la ex Unión Soviética en Afganistán y el fin de la guerra Irán-Irak, la auténtica “primera guerra del golfo”, a fines de los años ochenta.
Entonces, siguiendo el brillante análisis del experto Gilles Kepel, Washington, que había apoyado a los muyahidines y al Irak de Hussein, se desentendió de esos aliados circunstanciales: “A partir de ese momento, la Casa Blanca se lava las manos ante la suerte de esos dos aliados tan poco presentables: deja de subvencionar a los ‘yihadistas’, que, de ´combatientes de la libertad’, son repentinamente degradados a la categoría de traficantes de droga y terroristas en potencia, con la esperanza de que, a falta de financiación, terminen desapareciendo. Y no proporciona ninguna ayuda al Irak de Sadam, arruinado por la guerra, acosado por las exigencias de reembolso de las petromonarquías, que inundan el mercado petrolero en detrimento de un Irak lastrado por el bombardeo de sus instalaciones e incapaz de producir más: el hundimiento de los precios precipita su marasmo. Los efectos de esa política de Poncio Pilato son conocidos: Sadam se anexiona Kuwait el 2 de agosto de 1990, apoderándose de la caja fuerte, y, el 7 de agosto, el rey Fahd llama en su auxilio al Ejército estadounidense. Washington se ve entonces obligado a implicar temporalmente a sus soldados, apoyados entonces por una coalición internacional: la aplastante victoria militar, prácticamente sin muertos estadounidenses, de la Operación Tormenta del Desierto se ve como un triunfo político absoluto de EE UU. Sin embargo, este país se deja infectar por las dos úlceras del Este de Oriente Próximo: la cuestión iraquí se tapa con el emplasto del embargo -con lo que Sadam prospera en el poder-, y no hacen caso del aumento del poder de los ‘yihadistas’ , agrupados en torno de un tal Bin Laden, que no perdonan al reino saudí que llamara en su auxilio, a la sagrada tierra de la península arábiga, a unas ejércitos ‘impíos’, y emprenderán una serie de violentas acciones, primero de guerrilla y luego de terrorismo, y organizarán la proliferación de la yihad afgana”.
En breve, la intervención directa o indirecta de Estados Unidos en Irak sin un programa integral que examinara escenarios y que se dirigiera más allá del amparo y la promoción de intereses nacionales, aseguró no solamente la continuidad y agravamiento de crisis nacionales o regionales estructurales, sino la emergencia de nuevos contextos y fenómenos locales y regionales cuyas consecuencias, como se pudo apreciar desde septiembre de 2001 e incluso antes, son impredecibles.
En otros términos, las secuelas de una intervención unilateral en cuanto a su origen y en cuanto a sus resultados implican (en buena medida) no solamente el descalabro del Estado iraquí, sino el “regreso” del terrorismo a la región, aunque ello no signifique que este actor, hoy despersonalizado y acrecentado, abandone su despliegue y maniobra a escala global iniciada en los años ochenta.
Es central y pertinente considerar el factor externo en el estado de fraccionamiento y violencia que desde hace tiempo afecta a Irak; minimizarlo o, peor, desestimarlo, no sólo es un acto de reduccionismo analítico que responsabiliza de la situación únicamente a los “crecientes“ suníes y chiíes locales y regionales, sino que contribuye a afianzar el extendido sentido de humillación que caracteriza a este sensible espacio del globo.
Por Dr. Alberto Hutschenreuter
Analista Internacional – Director «Equilibrium Global»