100° de la Unificación de Rumania

Del yugo imperial al despertar nacional
Reseña de los sucesos de 1918

Hagamos historia…

El Estado-nación: una vuelta de tuerca en la constante unidad histórica  

Tumultuoso, intrincado, insistente, precursor…son algunos de los muchos calificativos que se pueden atribuir al proceso soberanista que consolidó la integridad nacional y  territorial del Estado moderno de Rumania, atravesado por los Cárpatos y bordeado por las aguas del Danubio hasta el Mar Negro. Rumanía, el país de la doina y la sarma, donde Europa Central y Europa del Este convergen en un todo, conmemora este año el centenario de su unificación, más concretamente, el día 1 de Diciembre. Aunque las raíces del concepto de Rumania como pueblo hay que buscarlas varios siglos atrás, en el origen de los dacios, vamos a centrarnos en este informe en una etapa puntual de la historia, tras el desenlace de la 1ª Guerra Mundial, la etapa que dio paso a este acontecimiento largamente esperado: la unificación del Estado moderno de Rumania.

Si queremos seguir el rastro hasta las primeras memorias insertas en la identidad común, la historiografía rumana sitúa el punto de partida en un grupo primigenio, singular en su evolución: los dacios. Donde ya tenían un Estado (en un territorio más grande de lo que es la Rumania de hoy). Como otras poblaciones de las que surgirían naciones futuras, españoles, franceses o portugueses, los dacios se habrían visto sometidos a un proceso de romanización de efectos irreversibles. El colapso del Imperio de Rómulo Augústulo en el 476 d.C., lejos de erradicar la influencia de varios siglos de ocupación, abrió el espacio para que una nueva expresión cultural brotase: la lengua rumana. Ciertamente, otros pueblos fueron dejando su huella en el acerbo colectivo, destacando el influjo de la etnia eslava. Sin embargo, la síntesis dacio-romana consolidó una forma particular de interactuar con el mundo y, para los rumanos, el máximo factor diferencial de la etnia que avanza hasta nuestro siglo XXI.

También debemos prestar especial atención en los tiempos de la Baja Edad Media, aún en plena continuidad del sistema feudal y cuando se van perfilando los imperios de Europa que competirán por cotas de poder durante los próximos siglos, hasta el nuevo orden global que precipitaron los eventos a principios del siglo XX. En este “tira y afloja” entre las grandes potencias, persiste un espacio donde se va macerando el germen de la nación rumana. Las similitudes religiosas y lingüístico-culturales entre las distintas regiones fueron encontrando un acomodamiento mutuo frente a una realidad jurídica y socioeconómica que, sin desearlo ni pretenderlo, sirvió de impulso subyacente hacia un ideal político manifiesto: acabar con la dominación del extranjero, aludiendo ya, por aquel entonces, a un primitivo pero reseñable deseo de autodeterminación.

… «Contorneando el territorio y la soberanía»…   

En el siglo XIV, los territorios de Valaquia (1330) y Moldavia (1359) ya existían como entidades político-jurídicas diferenciadas, en lo que hoy se denominan históricamente como los Principados del Danubio. De aquí en adelante, sus destinos pasaron a estar íntimamente entrelazados, siendo el cuerpo primigenio que cuatrocientos años más tarde daría lugar al núcleo vital del Reino de Rumanía. Por su parte, la región de Tansilvania mantenía un «intento de subordinación con el Reino de Hungría.  Aquí, a pesar de producirse varios episodios de agitación interna, la mayoría demográfica rumana afrontaba una insostenible discriminación, de manera que las aparentes ganancias frente al poder foráneo tendían a ser condicionales, o a verse cercenadas. Un vívido ejemplo de ello fue la revolución paisana de 1437 que forzó el acuerdo Unio Trium Nationum, el cual limitaba los derechos de acceso a la función pública de la mayor parte de la población rumana para dar más espacio a las minorías –húngaros, sajones y siculis–  en Transilvania, y sólo, bajo los requisitos de convertirse al Catolicismo y conocer la lengua de la élite, la etnia rumana podía entrar a formar parte de la Administración.

En las épocas posteriores, con aspiraciones de orquestar el devenir regional, Valaquia, Moldavia y Transilvania poseyeron estatus distinguidos en el interior de sus fronteras. La aristocracia y el clero local elegían al príncipe correspondiente, como símbolo irrefutable de su autonomía. Algo sólo parcialmente ensombrecido cuando el Imperio Otomano, en Valaquia y Moldavia, y el Imperio de los Habsburgo en Transilvania, trataron de disolver este sistema ante las claras amenazas endógenas a su dominación.

Tal y como ha tenido el placer de narrarnos Su Excelencia  Carmen Liliana Podgorean, la Embajadora de Rumanía en Buenos Aires.. «a una prolongada subordinación a los designios del sultán turco –desde 1526, esencialmente basada en el pago obligado de tributos al imperio-, le siguió un momento rupturista y sin precedentes, el cual los rumanos identifican como la primera expresión tangible de la voluntad de formar un todo nacional. A pesar de su corta duración –apenas seis meses-,  que difícilmente dejó tiempo para celebraciones, ha quedado grabado a fuego en el imaginario colectivo de la ciudadanía rumana, pues fue un destello suficiente para cristalizar la unión que rondaría por sus mentes en adelante, junto con todos sus ideales: la monarquía de Miguel el Valiente».

Mihai Viteazul y el espacio mitológico   

Voidova de Valaquia (1593-1601) y príncipe de Transilvania (1599-1600) y Moldavia (1600), Miguel el Valiente es una figura clave en la mitología nacional, hasta el punto de ser enaltecido en el himno actual como padre de la lucha libertaria que le prosiguió. Es considerado el primer rey (no soberano a falta de reconocimiento internacional) de procedencia étnica y lingüística rumana, así como el impulsor del precedente histórico que comprendería el conjunto territorial vital para la integridad del Estado-nación moderno, que en la actualidad también abarcaría, en términos geográficos, a la República de Moldavia. Aprovechando otro de los enfrentamientos multitudinarios entre la Casa de Habsburgo y los otomanos, el príncipe Miguel unificó los tres estados feudales bajo su tutela. Sin embargo, esta hazaña representaba un peligro para el equilibrio bélico articulado por Austria y el imperio otomano (además de una complicada vecindad con los polacos), por lo que aunaron esfuerzos antes de que cualquier aspiración independentista llegase a consolidarse. Aproximadamente doscientos cincuenta años más tarde, cuando la oportunidad de oro para el nacionalismo se hizo patente, la intelligentsia rumana en constante diálogo con la clase dirigente, a través de figuras como Ion Ghica, Spiru Haret, Damaschin Bojincă; y ya entrando en el siglo XX, ejemplos como el del Ministro Constantin Angelescu, recuperó este acontecimiento para asentar las bases orgánicas del ente nacional.

Otra faceta de la identidad rumana quedó dibujada en este contexto, cuya proyección tiene gran relevancia geopolítica aún en nuestros días: la adhesión y defensa del Cristianismo. En un área de constantes fricciones entre la religión de San Pedro y el Islam, la nación rumana se erguiría como barrera del expansionismo otomano, siendo esto, fuente de legitimidad contra la dominación extranjera y una narrativa reconocible internacionalmente por las potencias europeas.

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El momento europeo

Luchamos por la independencia…pero necesitamos reconocimiento Como dice un popular proverbio rumano: el agua fluye, pero las piedras permanecen. Y esta lógica es la que sobresalió de entre todas las demás a mediados del siglo XIX. El tiempo sometido al gobierno de otros era agua, pero la idea de unión se había fraguado y convertido en roca.

Durante dos siglos y medio tras la caída del monarca valiente, los enclaves de habla rumana sufrieron constantes vaivenes en el tablero del juego imperial, siempre dejando entrever su importancia estratégica para los intentos de cualquier potencia en contener a las demás, o bien para explotar las oportunidades de un acceso seguro al Mar Negro. Debatiéndose entre las aspiraciones otomanas, rusas y astro-húngaras, el espíritu de la identidad rumana volvió a entrar en escena como eslabón de una reacción en cadena que se originó, de manera más destacada, en Francia, y se fue extendiendo como la pólvora por el resto de Europa. A raíz de una serie de crisis en los ámbitos industrial, agrícola y comercial, a la que se iba sumando una creciente polarización de las clases sociales modernas y una incipiente conciencia identitaria entre los elementos obreros y campesinos, se precipitó el estallido de una amalgama de tendencias ideológicas que, si en muchos aspectos se contradecían entre sí, abogaban al unísono por la liberación de los pueblos: este fenómeno recibió, más tarde, la denominación de la Primavera Europea.

Como en el caso de Rumanía, el año 1848 dio paso a los procesos de unificación de Alemania e Italia, en cuyas bases del nacionalismo moderno se encuentra un paralelismo respecto a la corriente organicista que alcanzó su momento culmen en el Estado rumano de los años veinte y treinta del siglo XX, condicionando la concepción de la unidad cultural nacional, cercana a la de un ente biológico y uniétnico. Los movimientos emancipadores, en dichos territorios, si bien incluían preceptos liberales en su aspiración política, estaban envueltos por el aura romántica de la segunda mitad del siglo XIX. Aprovechando la coyuntura internacional, los líderes entre la clase política y el entorno académico, respaldados por el apoyo popular en auge, lideraron diferentes levantamientos en Valaquia, Moldavia y Transilvania. En el primer principado incluso se llegó a destituir al príncipe avalado por la Casa de los zares y se articuló un gobierno provisional. Sin embargo, una vez más, el temor de los grandes pivotes –en este caso, otomanos y rusos- les llevó a apartar sus diferencias en política exterior, neutralizar a los sublevados y a  forzar a sus líderes al exilio. Ahora bien, para Valaquia y Moldavia, el letargo duraría menos de una década, pues el sueño de la unión ya tenía vida propia y, aquellos que no tuvieron más remedio que abandonar su tierra natal, volverían para situarse al frente de una Rumanía única e indivisible.

Comienza el «Reino»

La bienvenida a la familia internacional    

El año 1856 había supuesto el cese de las hostilidades tras tres años de la Guerra de Crimea, a la cual, por cierto, sugiero que echen un vistazo los interesados en geopolítica actual, pues encontrarán curiosas semejanzas con los eventos en Ucrania a lo largo de 2014. A medida que se iba acercando el siglo del cine y el avión, las tensiones internacionales se hacían más palpables y, los conflictos entre las potencias, más recurrentes. Dicha contienda –la de Crimea- había materializado una pragmática alianza entre Francia, Reino Unido y Turquía en aras de contrarrestar el avance de la Rusia zarista en cada vez más puntos críticos del continente. El resultado derivó en una derrota disuasoria para el Imperio del Este y la restauración de buena parte de la influencia internacional del Estado francés, con Napoleón III a la cabeza, cuyas capacidades no habían vuelto a ser las mismas desde la impotencia del Congreso de Viena. En el epicentro de la disputa macro-regional, donde las fricciones habían roto provisionalmente el equilibrio, se encontraban los principados rumanos. Sus dirigentes aprovecharon la atención internacional para, una vez más y por la vía de la negociación, impulsar la causa soberanista enarbolando argumentos de peso. Esta vez, un factor fundamental iba a irrumpir en el status quo: Francia secundó las aspiraciones nacionalistas, siendo, además, la nueva voz cantante en el escenario de la diplomacia. Así, se articuló un compromiso entre los grandes actores que codificaba una federación entre Moldavia y Valaquia, en términos cuasi-estatales. Para la clase política de ambas formaciones, no obstante, el progreso no era suficiente: había que llegar hasta el final, y rápido. Habiendo entrado en juego la baza del reconocimiento, la colectividad rumana iba a ir all-in para llevarse el premio de convertirse en un sujeto de Derecho Internacional.

Aprovechando la ambigüedad de los preceptos derivados del Congreso de París -1856-, Valaquia y Moldavia procedieron a la unificación de facto en 1859 y se nombró como príncipe dirigente al legendario Alexandru Iona Cuza, conocido por todos los rumanos por ser el padre moderno de la nación, líder por antonomasia, y quien abrió la senda hacia un pueblo unido, e instauró las bases de la Administración, el Derecho y el Estado social sobre el que se moldea el sistema estatal hoy en día. Todo esto, aún encontrándose la recién formada Rumanía en cierta incongruencia jurídica a nivel internacional, pues, sobre el papel, no se había disuelto la pertenencia a la órbita del Imperio Otomano.

Carlos I. Figura que sienta las bases del estado rumano moderno.

Comienza el legado de Carlos I

El reconocimiento por la sociedad de Estados, requisito central en el Derecho Internacional para que pueda establecerse una interacción entre iguales, no se hizo efectivo hasta veinte años más tarde, el cual arrastró consigo al gobierno de Cuza ¿La estrategia? Cómo no, contentar a las grandes potencias: de manera convenida entre los altos cargos de la federación, el príncipe abdicó para permitir la ascensión a la Jefatura del Estado de una personalidad extranjera, procedente de la aristocracia de la recién consolidada Alemania, con Prusia como fuerza centrípeta. Éste fue Carlos I de Rumanía (Carol I, en rumano).

Su nombramiento en 1866 atraía buenas expectativas y la conformidad internacional, pues obedecía a los cánones tradicionales de las casas monárquicas europeas, proyectando una imagen estabilizadora que, sobretodo, podía disuadir a otros potenciales levantamientos nacionales entre las minorías de la región. Y yendo más allá, servía de traba a cualquier pretensión de injerencia, si no querían verse atrapados en una nueva guerra, los actores imperiales. Capitaneando el fin definitivo del tutelaje otomano, en 1877, Carlos I declara, como depositario de la soberanía nacional, la independencia del que pasó a llamarse el Reino de Rumanía, acorde con el nuevo título político que pasaría a ostentar a partir de 1881. Finalmente, la histórica lacra de la dominación foránea se borraba de estos territorios, y las vías de interacción intergubernamental se normalizaron en igualdad jurídica con el conjunto de la sociedad de Estados. La creación de Rumanía, tanto para unos como para otros, parecía extender nodos de concordia entre los gobiernos y la gente.

Tres pasos claves de la historia

Bienvenida "La Gran Rumania"
De entre las heterogéneas yuxtaposiciones que han nutrido la Teoría del Estado, a menudo se tienden a simplificar sus elementos constitutivos en población, territorio y poder –soberano-. Hans Kelsen le atribuía una identidad con el Derecho y su función sancionadora, y en el extremo opuesto, Schmitt lo concibió como una unidad política cimentada en la posibilidad de distinguir entre “amigo y enemigo”. Sea como fuere, la abstracción colectiva de lo que debería ser el Estado rumano alcanzó su plenitud al tiempo que el mundo asimilaba el fin del conflicto que transformó Europa y, de paso, las Relaciones Internacionales. Así, sellando el ideal panrumano, la nación conmemora, cada 1 de diciembre, la unión de la población con una misma lengua, de los territorios del Viejo Reino, Transilvania, Banato, Bucovina y Besarabia –recordemos, la actual Moldavia-; y de la soberanía depositada en el conjunto institucional. La complejidad del periodo implicó que varios escenarios tuvieron que presentarse para que el resultado que conocemos se llegase a producir. Y en todo ese embrollo, ¿jugó algún papel la democracia?

La integración olvidada de Dobrogea
La declaración nacional de independencia y el surgimiento del Estado de Rumanía se producen en un escenario postconflicto entre las fuerzas zaristas y las del sultanato. Los años de 1877 y 1878 enmarcaban otro pulso bélico hacia el inexorable declive del Imperio Otomano en Europa. Esta vez, la campaña rusa era legitimada bajo el pretexto de liberar a las etnias de los Balcanes, es decir, impulsar su derecho político como naciones soberanas, en detrimento, claro está, de la influencia turca en la región. A la par, las potencias europeas persistían temerosas del expansionismo ruso, desencadenando la firma del Tratado de Berlín, el 13 de Julio de 1878. A partir de este acuerdo, se afianza el reconocimiento internacional de Rumanía y de Carlos I como soberano. Si bien este episodio es ampliamente sabido, menos conocidas son las ganancias territoriales que el Tratado reportó al Estado rumano: la anexión del norte de la histórica región de Dobrogea.
En el tablero decimonónico del continente, la adhesión ejercía un elemento de contención sobre el Imperio ruso y los territorios búlgaros,  particularmente supeditados a la órbita otomana. Por su parte, Rumanía adquiría un beneficio estratégico determinante, resumido en las ventajas militares y comerciales ligadas al acceso al mar, y un rol enaltecido en los Balcanes con el control del delta del Danubio. En contraposición, la diversidad de Dobrogea encarnaba un gran desafío para un Estado incipiente y cimentado sobre un nacionalismo étnico. Para las estructuras administrativas inéditas del país, Dobrogea fue el primer experimento de asimilación e integración nacionales.
De esta manera, se implementó una política territorial basada en la colonización étnica, la homogeneización cultural y la nacionalización del mercado regional, a través de su modernización. Tuvieron lugar fuertes cambios en la demografía y los servicios públicos, culminando en un proceso de “rumanización”. En un inicio, los habitantes de Dobrogea tenían un estatus de ciudadanos de segunda y sus asuntos quedaban regidos por una entidad periférica de gobierno. Para 1913, dicha separación administrativa se había eliminado y la provincia tenía la reputación de ser “el diamante más brillante de la corona del Rey Carlos”. Mediante una enorme inversión económica y una política de ingeniería social, Dobrogea quedó unida a los principios de centralización y uniformidad que caracterizaron a Rumanía en adelante.
El caso de Dobrogea constituía un ejemplo explícito de la fuerza civilizatoria y modernizadora del nacionalismo rumano, una muestra de su validez ideológica y cultural, así como el primer reto en su proyección geopolítica.

Tiempo de "Situación Comprometida"
Las alternativas del monarca Carlos I, en caso de conflicto a máxima escala, parecían lacradas desde las circunstancias fundacionales del Estado rumano. El emperador austrohúngaro, haciendo eco de la diplomacia dinástica, se había largamente anticipado con un acuerdo secreto de defensa mutua que vinculaba a Rumanía al destino de los Imperios Centrales. Con el inicio de las primeras hostilidades, en 1914, éstos apremiaban insistentes a una acción bélica decidida, y asistían atónitos a la indecisión calculada que emitían los comunicados rumanos: el gobierno unitario de las ya desaparecidas Valaquia y Moldavia estaba sopesando el botín de guerra. La estrategia  de posicionamiento no pretendía la mera supervivencia del Estado, sino además alcanzar los objetivos territoriales de la Gran Rumanía.
Por un lado, era previsible que la derrota de la Triple Entente confiriera el derecho a la región de Besarabia, más allá de su frontera oriental y por aquel entonces bajo dominio ruso. Pero si Rumanía se tornaba en contra de sus aliados iniciales, Francia, Gran Bretaña y el Imperio zarista no veían mayor inconveniente en aceptar las adhesiones de Transilvania –incluyendo las provincias históricas de Crisana y Maramures- Banato y Bucovina, supeditadas a la órbita de los Habsburgo. La neutralidad, por supuesto, estaba totalmente descartada. Y en cualquiera de los escenarios, garantizar la unión de todos los territorios orgánicos rumanos se antojaba imposible.

       «Dobrogea es excepcionalmente relevante por ser la única salida terrestre de Rumanía al mar Negro, seguido del tránsito marítimo que accede al Mediterráneo, y de ahí al resto del globo. Anhelada por Rusia en el pasado, históricamente salpicada por la vecindad búlgara; Dobrogea fue escenario de luces y sombras hasta la Rumanía moderna».  

Hacia una nueva realidad

El 17 de Agosto de 1916 se celebra la firma del Tratado de Bucarest, el que se convertirá en símbolo del orgullo nacional ante lo que ocurrió después. Finalmente, Rumanía optaba por romper lazos con sus socios y se arrimaba a las Potencias Aliadas. El nacionalismo rumano siempre se había mostrado especialmente interesado en incorporar a las áreas limítrofes del oeste, en particular, Transilvania representaba un esplendor económico y modernizador que el Reino de Rumanía, con una administración en buena medida ineficiente y una economía casi enteramente rural, no podía igualar. Otro factor significativo derivó de la muerte del rey y su sucesión por Fernando I. El último había contraído matrimonio con María de Sajonia-Coburgo-Gotha, nieta de la Reina Victoria y del zar Alejandro II y, por tanto, figura conectora de la monarquía rumana con estas familias reales europeas.

No obstante, en menos de un año, la maniobra de 180º había puesto al Viejo Reino contra las cuerdas. La superioridad militar de los Imperios Centrales alcanzó por sorpresa a la inferioridad numérica del ejército rumano, a cuyo auxilio llegaron las fuerzas aliadas demasiado tarde. Contra todo pronóstico, la superficie estatal de Rumanía se había reducido a 1/3 de los 138.000 km2 en 1915. El elevado número de bajas, el desgaste moral y la conquista total en el horizonte forzaron la solicitud de un armisticio que, de haber sido el resultado de la guerra diferente, habría cerciorado gravemente la integridad territorial de Rumanía y sometido sus relaciones económicas a unos términos asfixiantes. En Bucarest, donde empezó todo, se pacta el Tratado de Paz, pero esta vez en una posición de humillación y no de clamor en la ofensiva. El reconocimiento de la derrota se volvió necesario cuando el mapa del conflicto perdió a uno de sus jugadores clave, teniendo efectos en el resto de Estados implicados: la salida de Rusia tras la Revolución Soviética de 1917, que venía siendo el máximo exponente  del frente oriental, y por ello, el verdadero aliado de peso de Fernando I. No obstante, para Rumanía, este gran inconveniente le sirvió como ejemplo modelo de la expresión “no hay mal que por bien no venga”. Pues, a la par, entró en vigor el llamado derecho de las naciones a la autodeterminación, formulado por Lenin, permitiendo que en Besarabia se constituyesen una Asamblea y un Consejo en clave plebiscitaria. De esta manera, a finales de marzo se aprueba la moción que legaliza la anexión con el Reino de Rumanía. En cierto sentido irónico, la derrota en el campo de combate protegería y garantizaría la integración de la nueva provincia en el seno del Estado, acercando al nacionalismo rumano un paso más hacia su ideal.

Rumania Moderna

Las dificultades que habían obligado a Rumanía a capitular no perduraron. En un transcurso de seis meses desde el armisticio, la Primera Guerra Mundial tocaba a su fin. Bulgaria salía del paso a raíz de la ruptura del frente macedonio y el Imperio Otomano colapsaba de fallo sistémico mientras tropas británicas y francesas marchaban sobre Jerusalén y Damasco. El ejército austro-húngaro afrontaba sendas derrotas en el frente italiano y los Balcanes, e incluso Carlos I de Habsburgo había refrendado un manifiesto que decretaba la reorganización del Imperio en una federación de seis Estados independientes –austriaco, húngaro, checo, yugoslavo, polaco y ucraniano-, en un intento desesperado por preservar un mínimo de continuidad en el poder. Los efectivos del Reichsheer estaban severamente afectados en todos los frentes, las draconianas condiciones de vida hicieron estallar revoluciones internas en Alemania y el káiser había abdicado sus dos coronas y huido a Holanda. Por su parte, y a modo reivindicativo de la participación en el bando vencedor, Rumanía declara por segunda vez la guerra a los Imperios Centrales, a dos días de que Alemania pactase el cese de las hostilidades en el famoso vagón de Compiègne. Sin lugar a dudas, el Estado rumano se había ganado el derecho a un asiento en la mesa de negociaciones. Las demandas materiales del país del delta del Danubio se encontraban en una posición óptima para ser atendidas. No obstante, y como ocurrió con Besarabia, los procesos determinantes en la serie de anexiones que culminaron en la Gran Rumanía, que las dotaron de verdadera legitimidad como expresiones de una voluntad soberana emanante de la nación, se estaban produciendo en las formaciones asamblearias de Bucovina y Transilvania, y no en los pasillos de Versalles.

La voz oficial del Centenario

La adhesión de Bucovina no generaba grandes cuestionamientos en la esfera internacional ni en el interior de sus fronteras, siendo calificada de región histórico-cultural en el seno de la nación. Así, el llamado Consejo Nacional Rumano, elegido mediante sufragio universal, proclamó la voluntad de unificación al Estado. Más polémica -aún en nuestros días- fue la integración de Transilvania y Banato, regiones más ricas, urbanas, habituadas al entramado político-administrativo vienés y con un número reseñable de población magiar. A lo largo de la Historia, la élite política transilvana había intentado en varias ocasiones conquistar parcelas de autonomía frente a la Casa reinante. Pero cuando se produce la disolución del Imperio y uno de sus síntomas es una Hungría extremadamente nacionalista, queda en evidencia que el mejor escenario para los transilvanos se ubica en el Estado de su etnia lingüística, donde además, se depositaban expectativas para alcanzar un mayor grado de dicha autonomía político-administrativa. Siguiendo el modelo de sus predecesoras, la “Asamblea Nacional de todos los rumanos de Transilvania, Banato y el país húngaro” legaliza la unificación el 1 de diciembre, en Alba-Iulia, con un total de 1.228 diputados, la mitad elegidos mediante sufragio universal directo y la mitad restante en representación de asociaciones y organizaciones culturales. Los pilares sociales de la época para un acto democrático con legitimidad estaban presentes en la sesión plebiscitaria: las varias confesiones cristianas, el espectro de las clases socioeconómicas y representantes de todas las provincias históricas. De hecho, la resolución de la Asamblea impulsaba un conjunto de principios políticos que, de hacerse efectivos, bien podrían poner a Rumanía a la vanguardia de los sistemas democráticos contemporáneos. Con este último evento, el espacio utópico de la nación rumana se hizo completo. La visión panétnica de los precursores de la identidad unitaria se convirtió en una realidad tangible. En cuanto a los efectos sobre los elementos constitutivos del Estado, aquéllos fueron radicales, lo que se tradujo en fricciones internas ya en el corto plazo. De una superficie, como comentábamos, de 138.000 km2, el Estado pasa a abarcar aproximadamente 295.049 km2. Los 8,5 millones de nuevos habitantes, además de aliviar en buena medida las deficiencias demográficas provocadas por la guerra, ascendieron la población del país a alrededor de 16 millones de personas. Para 2030, Rumanía ocupaba el puesto de 8º país más grande de Europa. Básicamente, las dimensiones del Estado se duplicaron en cuestión de varios días. Obviamente, la gravedad de estos cambios iba a condicionar sobremanera la política estatal en adelante. ¿El dato más preocupante para un nacionalismo étnico y organicista con escaso recorrido soberano?  Que la demografía rumana había pasado de representar el 92% a solamente el 70%, un peligroso factor desestabilizador en el propio hogar nacional.

¿Quiénes fueron los creadores de la Rumania Moderna?

En «retrospectiva»

La competencia territorial que se disputaba entre Imperios, a lo largo de gran parte de la historia, es una realidad paralela a la conformación de Rumania. La continuidad de guerras agotaba a los pueblos y abría un camino: el de la diplomacia. Por ejemplo, la empresa militar que desplegó Napoleón llevaba a una reconfiguración en el juego de alianzas. Temores entre una y otra potencia eran la constante entre el Imperio Austro-Húngaro, Rusia, Francia, Inglaterra y el Imperio Otomano. Para 1856, tras la Conferencia de París, se unen los Principados de Valaquia y Moldavia. Una conformación que se extendería hasta la Primer Guerra Mundial.

El apoyo de la comunidad internacional para la Unidad de Rumania

«El estudio de la nación rumana encarna un modelo singular que refleja fehacientemente su excepcionalidad geográfica. En la encrucijada entre Europa Central y del Este, a veces como miembro de la Península Balcánica y otras desechada por completo, Rumanía también tiene la particularidad de ofrecer un vistazo a las dinámicas geopolíticas que han salpicado históricamente al resto de sus vecinos, el poder ejercido por las potencias (que tiende a ir más allá del aspecto tangible) y cómo fluyen y chocan identidades que se consideran antagónicas en una realidad construida. Es útil y necesario saber por qué elegimos unos momentos y no otros para crear nuestra Historia, la de Rumanía es una trayectoria única y que aún le queda por ofrecer mucho más».

Javier Bordón Osorio &  Desarrollador del Proyecto

Madrid – España

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Agradecemos a la Embajada de Rumania en Argentina por la contribución en material para el desarrollo de este trabajo informativo sobre el Centenario de la Unificación de Rumania. 

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