Finaliza en pocos meses el primer año desde la adopción de la Agenda de Desarrollo Sostenible 2030, aquella que, entre otros objetivos, prioriza acabar con el hambre para dicho año. Pero ¿qué deberá cambiar para poder erradicar en tal solo una década y un lustro, uno de los problemas más antiguos de la historia de la humanidad? ¿Qué deberá diferenciar a esta Agenda universal de tantas otras a fin de lograr transformar el histórico sueño en realidad?
Mucho existe escrito sobre el hambre en sí mismo. Incontable cantidad de estadísticas se calculan cada año al respecto, mostrando los altibajos del problema en tiempo y en espacio, pero siempre concluyendo que el mismo sigue allí, mutable, con frecuencia lejano tanto para quien prepara como para quien recibe la información, en ocasiones silencioso y en otras, silenciado. Un constante acompañante de la historia del mundo, cual sombra de una gran parte de la humanidad que, muchas veces, no ha hecho más que darle la espalda.
Siendo que las sombras se reducen ante la luz, un primer aporte de claridad a esta cuestión radica en enfrentarla y afrontarla con compromisos y plazos específicos, corrigiendo errores de otrora y evitando caer en la comodidad (y en ocasiones, en la conveniencia) de transformar los propósitos en utopías.
En tal sentido, de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible de la mencionada Agenda 2030, adoptada por la comunidad internacional en septiembre de 2015, los dos primeros son justamente: 1) poner fin a la pobreza en todas sus formas en todo el mundo; y 2) poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria, la mejora de la nutrición y promover la agricultura sostenible. Pobreza y hambre, hambre y pobreza, dos cuestiones tan antiguas como intrínsecamente ligadas entre sí, ya que si bien no todos los pobres del mundo padecen hambre, difícilmente quienes sufren este flagelo no sean pobres. Es por ello que combatir la pobreza se convierte en condición sine qua non para poder lograr un mundo con hambre cero. Pero ¿por dónde empezar? ¿Qué senderos continuar, cuáles abandonar, y qué nuevas sendas explorar?
Mientras el cronómetro hacia 2030 ya está en marcha, cada día que transcurre siguen muriendo más de 25.000 personas por hambre (incluyendo 8.500 niños por malnutrición), en un mundo que produce más de dos veces lo necesario para alimentar al total de su población mundial, y en el cual entre un cuarto y un tercio de la totalidad de alimentos producidos anualmente son desperdiciados o perdidos. Y esto último equivale, según el Banco Mundial, a nada más y nada menos que alrededor de 1.300 millones de toneladas de alimentos, incluyendo un 30 % de los cereales, un 45 % de las semillas oleaginosas, un 35 % de pescados y un 20 % de las carnes y lácteos.
Entonces ¿por qué sigue habiendo hambrientos en el mundo? De acuerdo a los datos anteriores, se podría inferir que el problema no radica en la carencia de recursos sino más bien en su inequitativa distribución y falta de acceso. Si bien tanto su desperdicio como su pérdida constituyen una de las razones a considerar, indudablemente no se trata de la única. Por lo tanto, desglosar la cuestión puede resultar útil en pos de ensayar una respuesta más holística y, aunque sin resolver la problemática, aportar a combatirla, iniciando el camino hacia 2030 indagando en aquellas causas que, valga la paradoja, “alimentan” la existencia del hambre, y sobre las que por ende será necesario actuar en los años venideros a fin de eliminar este flagelo y lograr, finalmente, un mundo con hambre cero.
Ante todo, resulta menester aclarar que los esfuerzos previos sí han arrojado resultados, aunque no totales: si bien actualmente el 12.9 % de la población global padece hambre (lo cual equivale nada menos que a 795 millones de personas, más que la población de Canadá, Estados Unidos y toda la Unión Europea juntos), esto representa una disminución respecto del 23.3 % de inicios de los años 90 del siglo pasado, y una baja de 216 millones de individuos. Sin embargo, todavía hoy en un ya iniciado siglo XXI, una de cada nueve personas del globo sufre este flagelo, a la vez que una de cada cuatro en el África Subsahariana presenta desnutrición, lo cual equivale a decir que no pueden desarrollar una vida activa y saludable. De hecho, 66 millones de niños acuden a clases con hambre en los países en vías de desarrollo, 23 millones de ellos en África.
A su vez, en el mismo lapso temporal en que el porcentaje de hambrientos en el mundo disminuyó, se duplicó la cantidad de países africanos que enfrentan crisis alimentarias, siendo 24 en la actualidad frente a 12 en 1990. En efecto, las emergencias y las crisis prolongadas, ya sean a causa de conflictos armados, ambientales o de otro tipo, constituyen otra de las tantas barreras de la lucha contra el hambre. Y claramente existen más.
Más allá de las crisis económicas, que afectan tanto las posibilidades de adquirir alimentos a nivel interno como así también las disponibilidades internacionales de cooperación y de transferencias, existen otros factores que, independientemente del impacto inicial que puedan tener sobre la seguridad alimentaria, pueden convertirse en verdaderos obstáculos para combatir el hambre en tanto no se los atienda debidamente.
Un primer ejemplo es el inevitable incremento poblacional. A los actuales 7.300 millones de habitantes del mundo, se espera que se sumen otros 1.000 millones en los próximos 15 años. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) pronostica que la producción mundial de alimentos deberá incrementarse en un 60 % hacia 2030 para sostener el creciente número de habitantes globales previsto para entonces, y ni que hablar para los 9.700 millones de individuos pronosticados para 2050. En tal sentido, tomar medidas hoy tendientes al apoyo de la agricultura sostenible será clave para no sufrir hambre mañana.
Más aún, se espera que entre la actualidad y 2050, más de la mitad de la población mundial se concentre en tan solo nueve países: India (que sería el país más poblado del mundo ya en 2028 según los pronósticos), Estados Unidos de América, Etiopía, Indonesia, Nigeria, Pakistán, República Democrática del Congo, República Unida de Tanzania y Uganda. En Latinoamérica en cambio, comienza a preverse quizá por primera vez en su historia un envejecimiento de sus poblaciones y disminución de la tasa de natalidad, lo cual también repercutirá de alguna manera en la seguridad alimentaria puesto que significará un menor número de habitantes económicamente activos para sostener a un creciente número de aquellos económicamente pasivos. Es decir que sea por exceso que por falta, las dinámicas poblacionales deberán ser atendidas en pos de lograr un mundo sin hambre.
Otro factor que gravemente atenta contra las posibilidades de muchos de acceder a alimentos tiene que ver con el alza de los precios de los mismos: cuando estos son cambiantes y volátiles (para peor, tendientes al aumento) resulta incierto poder garantizar el derecho a la alimentación de manera sostenible en el tiempo. Las fuertes alzas de 2005, 2007/2008 y 2011/2012 así lo han demostrado.
En efecto, entre 2005 y 2008 los precios mundiales de los alimentos básicos alcanzaron sus máximos valores en 30 años, desembocando en una fuerte crisis alimentaria. En algunos casos el alza fue abrupta: solo en los últimos 18 meses de dicho período, el maíz registró un incremento del 74 % de su valor, al tiempo que el arroz incrementó su precio en un 166 %. En 2010, los precios de ciertos productos básicos se dispararon, particularmente los cereales, cuyos costos se incrementaron en promedio un 50 % y continuaron en aumento durante 2011, año en que el maíz volvió a ganar protagonismo puesto que, dadas las especulaciones sobre su escasez, superó los precios de 2008. El resultado fue que 70 millones más de personas en todo el mundo cayeron en pobreza extrema a causa de los incrementos del periodo 2010-2011, según datos del Banco Mundial. Más aún: de acuerdo a estimaciones del PMA, 100 millones de personas más se encuentran en riesgo de sufrir iguales consecuencias en los años venideros. Frenar a tiempo la especulación resulta imprescindible para revertir estas tendencias.
En línea con lo anterior y con demás menciones precedentes, no es un dato menor que la disponibilidad de los alimentos a nivel mundial no fue baja ni insuficiente, pero sus altos precios, la pérdida de puestos de trabajo y la merma en los ingresos hicieron que los sectores pobres tuvieran menos acceso a ellos. Ésta es una de las evidencias de que la solución al hambre en el mundo no depende en su totalidad de producir más alimentos, sino que las futuras políticas deberán garantizar que todos puedan adquirirlos, en valores nutricionales altos y respetando las diversidades culturales y religiosas.
Lamentablemente, las estimaciones prevén que los pronunciados altibajos en breves lapsos de tiempo -en especial comparados con la media histórica- como viene ocurriendo desde 2005, continuarán reiterándose en los próximos años. Esto representa una grave amenaza para la seguridad alimentaria, fundamentalmente de los países menos desarrollados, ya que son estos quienes no siempre disponen de los recursos financieros necesarios para acceder a los alimentos. Alimentos que, por otra parte, en muchas ocasiones son producidos en sus mismos territorios (solo en África y América Latina se concentra cerca del 80 % de las tierras cultivables del mundo).
Y teniendo en cuenta que, en promedio, el 70 % del gasto familiar de países más pobres se destina a alimentación (en los países más ricos, entre un 10 y 20 %), no resulta difícil inducir quiénes son y serán, también en este caso, los más afectados por la volatilidad de los precios de los alimentos.
Todo esto, en un contexto en que el cambio climático seguirá amenazando a la seguridad alimentaria. De hecho, los expertos aseguran que la actual variación climática sin precedentes disparará el número de personas en riesgo de padecer hambre y desnutrición, la mayoría de ellos provenientes de países en desarrollo. Las cada vez más frecuentes sequías en determinadas zonas y la elevación del nivel del mar que arruina tierras aptas para la agricultura (contribuyendo ambos fenómenos al incremento de la desertificación y la degradación de suelos), el mapa de precipitaciones cada año más impredecible en otras (generando pérdidas en las cosechas) y las inundaciones en aumento, así como también los cambios graduales de temperaturas y la creciente escasez de recursos naturales, entre ellos agua, amenazan los sistemas agrícolas y, con ello, la capacidad de las poblaciones de producir alimentos.
En efecto, la agricultura se ve gravemente afectada por el cambio climático, y por añadidura los agricultores. Es de resaltar que más del 70 % de los pobres del mundo son pequeños productores de alimentos, que los generan a través de prácticas de baja emisión de dióxido de carbono, pero que a su vez son quienes menos recursos poseen para contrarrestar los efectos del cambio climático.
Dificulta también el objetivo del hambre cero el hecho de que no todas las tierras disponibles para producir alimentos son destinadas a este objetivo, sino que en ocasiones los cultivos persiguen otros fines, en particular energéticos. Si bien es imperiosa la necesidad de diversificar la actual matriz energética, destinar alimentos a la producción de biocombustibles equivale a menos recursos para combatir el hambre, y viceversa. Más aún: implica, también, el aumento del precio de los alimentos, por ley de oferta y demanda (a menor disponibilidad de un recurso altamente demandado, mayor es su costo). Es decir, una distorsión del mercado de alimentación. De hecho, la pronunciada alza de estos precios en 2008 evidenció que desplazar terrenos generalmente utilizados para cultivos en pos de la seguridad energética implicaba grandes costos (no solamente económicos) en materia alimenticia: según un estudio del Banco Mundial, los biocombustibles fueron los responsables del 75 % del aumento de los alimentos en dicho año. Priorizar una u otra producción dependerá de las agendas, condiciones y posibilidades de cada gobierno, pero sin dudas estos factores deberán (cuanto menos, deberían) ser cautelosamente estudiados y atendidos.
Lo mismo vale para otra de las causas que tienen el potencial de atentar contra la seguridad alimentaria: el acaparamiento de tierras. Si bien se trata de un fenómeno histórico, es llamativa la escala con la que se viene produciendo desde inicios de este siglo. Resulta particular también el tipo de acaparamiento, fundamentalmente en lo que respecta al nuevo prototipo de inversor.
Tanto desde el ámbito público (principalmente gobiernos) como privado (inversionistas) se ha mostrado en los últimos años un creciente interés en la adquisición, concesión o alquiler de tierras cultivables a largo plazo (generalmente entre 30 y 99 años), en países en vías de desarrollo y en economías emergentes. Pero justamente, es el primero el nuevo y llamativo inversor.
Lo paradójico es que la crisis alimentaria de 2008 incentivó e incrementó la vorágine de muchos gobiernos por comprar tierras fuera de sus fronteras, con el objetivo de garantizarse cultivos ya sea para alimentación como para biocombustibles (entre 2008 y 2009, el Banco Mundial habló de 56 millones de hectáreas de tierra alquiladas o vendidas a nivel mundial, a la vez que Intermon Oxfam calculó que en total, los países en desarrollo vendieron 227 millones de hectáreas a estos grupos solo entre 2008 y 2011). Pero en paralelo, el costo de esto ha sido en ocasiones el incremento del hambre en las regiones donde estas tierras son compradas o cedidas. Esta llamada “agricultura en el extranjero” suele presuponer un alto riesgo para las poblaciones locales, quienes a pesar de la producción alrededor, ven amenazado su derecho a la alimentación (como problema directo, a la vez que genera otros indirectos como migraciones forzadas y desplazamiento de hogares de estos individuos).
Un ejemplo de comunidades gravemente afectadas es la de muchos indígenas en Latinoamérica, que generalmente ya se encuentran en situación de pobreza. El arrebatamiento de sus tierras, sea forzado o incluso en los casos en los que se lo negocia, no hace más que agravar esta situación, ya que mientras permanecen en ellas logran al menos proporcionarse los alimentos de subsistencia (y generalmente de manera sustentable y sostenible). Siendo que carecen de derechos legales sobre esas tierras (sus derechos suelen ser ancestrales pero raramente respaldados por la legislación nacional), los pueblos originarios no pueden apelar en contra de estos procesos de violación de derechos humanos y de explotación.
En gran parte de los casos, el efecto negativo no solo es patrimonio de estos grupos sino también de las tierras en sí mismas: los nuevos propietarios, enfocados en la rentabilidad financiera, no siempre se preocupan por el equilibrio de los ecosistemas, por la sustentabilidad, la sostenibilidad o por el medio ambiente en sí mismo (los índices de contaminación aumentan por la introducción de nuevas maquinarias, ya que rara vez se mantienen los métodos artesanales previos puesto que sus rindes económicos son menores). Tampoco suelen poseer el profundo conocimiento del entorno de las comunidades de origen. A largo plazo, esto probablemente se vea traducido en más impactos de cambio climático los cuales, a su vez, dificultarán aún más el objetivo de erradicar el hambre, tal como se explicó anteriormente.
Los desplazamientos de aborígenes en América Latina y el Caribe como resultado de las compras de sus tierras vendidas por los gobiernos, así como la apropiación de recursos naturales, en reiteradas ocasiones se produce sin tener en cuenta el destino de estas poblaciones, que muchas veces se ven forzadas a migrar a ámbitos ajenos a sus estilos de vida (fundamentalmente ciudades), incrementando así las cifras de pobreza (ya que no les resulta ni sencillo ni rápido adaptarse), y consecuentemente de hambrientos en el mundo.
De acuerdo a datos del Programa Mundial de Alimentos (PMA) el hambre constituye el mayor riesgo a la salud en el mundo, en tanto mata anualmente a más personas que el SIDA, la tuberculosis y la malaria juntos. Una única nota no permitiría jamás incluir al total de las razones (económicas, políticas, sociales, históricas e incluso ambientales, entre otras índoles) por las cuales el fenómeno perdura. Sin embargo, una primera aproximación a muchas de ellas puede (al menos, espera) ayudar a develar en qué sectores convendrá reforzar políticas, programas y acciones tendientes a su reducción y, más aún, a su erradicación para 2030.
Y, tal como fuese mencionado ut-supra, el cronómetro hacia 2030 ya está en marcha.
Por Mg. Juliana Gargiulo – Roma, Italia.
Analista Internacional. Consultora del Grupo de Trabajo Cooperación Sur-Sur de FAO. Maestría en Relaciones Internacionales Europa-América Latina de la Universidad de Bologna.
Ganadora de la 1° edición del certamen «Desafío Académico» por su trabajo «Energía Sin Hambre en América Latina: https://desafioacademico.wordpress.com/2015/08/19/trabajo-ganador-certamen-desafio-academico-2015-mg-juliana-gargiulo/