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Reseña de Raquel Pozzi sobre el Congreso de Viena, entre el «modelo napoleónico y las fuerzas nacionalistas»

Durante la primera mitad del S. XIX  Europa atravesó por un nuevo proceso en las Relaciones Internacionales como también en la configuración política, territorial, económica y cultural de los reinos; ducados y estados. Previo a la derrota de Napoleón Bonaparte en la batalla de Waterloo se reunieron en el Congreso de Viena -el 9 de Junio de 1815-  las diferentes formaciones políticas  anti-napoleónicos firmando el acta definitiva dónde se establecieron los principios de reconstrucción del status político europeo sobre las bases ideológicas del Ancien Régime. El objetivo era recomponer el antiguo régimen absolutista -superada la etapa revolucionaria- para conformar Estados nacionales de carácter centralistas, con territorios más extensos, de mayor volumen demográfico para prevenir otro intento expansionista como en la etapa napoleónica.
Quedaba claro el reparto hegemónico en el nivel político-territorial: Austria y Rusia como potencias continentales; Gran Bretaña en el dominio interoceánico y la expansión de Prusia hacia el Mar Báltico.
Las relaciones internacionales se desarrollaban en torno a La Confederación Germánica dividida en 39 estados y por otro lado la Península Itálica fragmentada en reinos en el norte; ducados en el centro, el Estado Pontificio y las regiones del sur dominadas por la monarquía borbónica. Un puzle con gran pulsión nacionalista que reformaría la conformación política de ambas regiones en torno a las conflictivas relaciones entre Prusia y Austria por un lado y de los italianos del norte con Francia y Austria por el otro lado, situación geopolítica que uniría las fuerzas prusianas e italianas para desterrar las pretensiones austríacas de conformar la “Gran Alemania”.
La redistribución territorial sostuvo un clima de tensión entre las potencias. Sobre el estado francés cernieron un control absoluto para evitar nuevas insurrecciones. Es preciso tener en cuenta que la realidad política e ideológica de Europa del S. XIX había cambiado sustancialmente con el espíritu liberal-conservador implementado durante la expansión napoleónica “la realidad de Europa en 1815 no podía reducirse a una fórmula simple, sino a la existencia de dos realidades europeas[1] dónde el orden político por un lado y el económico-social por el otro configuraban realidades tanto superpuestas como opuestas, concluyendo en las oleadas revolucionarias liberales de 1820, 1830 y 1848.
En el orden político la Restauración absolutista revalorizada en el Congreso de Viena -expresión genuina de la Santa Alianza-  generó un sistema internacional de alianzas propuesto por el canciller austríaco Clemente de Metternich a través de una serie de principios tales como: Legitimidad monárquica y tradición histórica; la solidaridad entre las monarquías europeas y el mantenimiento del equilibrio europeo.  La restauración del sistema monárquico se edificó sobre un andamiaje de hegemonías que subsumieron a los estados más débiles, determinando un nuevo mapa europeo.

Por otro lado la realidad económico-social determinó un panorama alejado del conservadurismo político ya que las burguesías nacionales  continuaban aumentando su poder económico y social con notable característica ascendente aunque retrocediendo en el plano  político “Las tres fuerzas ideológicas del proceso de cambio incontenible eran el Liberalismo, Nacionalismo y Romanticismo[2]. La matriz económica conduciría los destinos de las oleadas revolucionarias liberales con la “revolución parisina de junio de 1830 y la caída de la dinastía restaurada en 1814 por voluntad de los aliados, constituyeron la primera brecha en el estatuto establecido en 1815” [3] Gran Bretaña representaba el pragmatismo económico intentando gestionar la libre circulación de bienes por vías marítimas focalizando la seguridad en el mar Mediterráneo enfrentándose a la codicia del zar Alejandro I que extendía los tentáculos comerciales por Europa del este, específicamente por los estados balcánicos desembocando en el mar Mediterráneo.

El sistema de alianzas internacionales y el espacio real
El funcionamiento de la nueva configuración en relaciones internacionales dependía de la fuerza militar de los estados hegemónicos. Cada uno con importante potencial militar incorporaba territorios engendrando nuevas rivalidades como las de Prusia contra Austria; Prusia y Francia; Los reinos del norte de Italia contra Austria y Francia; Inglaterra en el Estrecho de Gibraltar; Suecia y la adjudicación de Noruega evitando que Dinamarca tuviera acceso al Mar Báltico.
Este nuevo esquema de alianzas y rupturas desembocaría en exacerbados sentimientos nacionalistas que culminarían en procesos de unificación como el de Alemania e Italia. Los movimientos liberales que eclosionaban en el sur de Europa a partir de 1820 si bien fracasaron en Francia, Portugal y España, la única que triunfó fue en Grecia contra las fuerzas turcas.
La Europa de las Alianzas decaía frente a los intereses contrapuestos de los estados pretendiendo un equilibrio entre el Antiguo Régimen y el Nuevo Régimen hostigado por los movimientos nacionalistas y liberales.
Las diferentes revoluciones provocaron rupturas en el nuevo tablero internacional y para neutralizarlas se celebraron diferentes Congresos que mantuvieron el Sistema Metternich, entre ellos el Congreso de Troppau; Laibach; Verona y San Petersburgo. Los objetivos de la restauración monárquica se diluían con el  avance de los ideales revolucionario que perforaron el esquema político de  Rusia en 1825 con la muerte del zar  Alejandro I.
La Gran Europa de los monarcas se desintegraba porque los intereses particulares de las naciones sucumbieron al interés general del continente. El sistema de relaciones internacionales transitaba por un proceso de transformación debido a la convivencia del alicaído Ancien Régime y el bicéfalo liberalismo moderado y democrático.

La fractura del liberalismo
El “nuevo liberalismo” que pendulaba entre el doctrinario y democrático fue el motor de las revoluciones emprendiendo un proceso de reformismo que tendió más a la división que a la combinación,  fractura ideológica que estaba en sintonía con la fisura política y las revoluciones sociales. En ese contexto aparece el socialismo incipiente que juega un rol preponderante y moderador entre la corriente liberal y los nacionalistas. El conflicto franco – prusiano expuso en la vidriera internacional el fracaso del modelo francés y el evidente avance del nacionalismo prusiano hacia el Sur.
La batalla de Sadowa no sólo fue un logro militar de Otto Von Bismarck sino también la adhesión social de la población hacia el canciller de hierro aunque en el Reichstag la puja entre los bismarckianos y los liberales no incidieron en desacreditar las pretensiones francesas “Prusia disponía de los medios para realizar su política, en tanto que Francia no estaba preparada para la prueba (…) en Francia el régimen imperial encontraba cada vez más resistencia y tenía que ir de concesión en concesión[4]
El canciller Bismarck que percibía los sentimientos nacionalistas y separatistas de Alemania del Sur y las políticas anti-prusianos en la Cámara de Diputados, consideró la guerra como la estrategia que calmaría las disputas políticas en las diferentes regiones de Baviera, Wurtemberg y Munich como en otros estados alemanes dónde había ganaba el descrédito cuando Bismarck desechó el ingreso del Gran Ducado de Baden a la Confederación de la Alemania del Norte.
Frente al debilitamiento militar y el desorden político francés, la maquinaria de guerra del canciller prusiano se transformó en el factor letal al neutralizar la antipatía y potenciar el oportunismo en la opinión pública de los habitantes de la Alemania del Sur los cuáles prefirieron la política de mano de hierro bismarckiano antes que las pretensiones francesas y austríacas al descreditar a las regiones recién incorporadas considerándolas como las más débiles de la Confederación alemana.
La ambición de poder y de prestigio del canciller Bismarck, las hordas en las calles parisinas, la imprudencia austríaca y la desconfianza de los estados alemanes en el sur, propusieron un escenario pendular que favorecía tanto a Prusia como a Francia, sin embargo los sentimientos nacionalistas del estado francés no pudieron con las aspiraciones de un hombre que dirigió los acontecimientos hacia la guerra franco-prusiana en 1871.
La diplomacia bismarckiana no fue producto de una contingencia, el canciller tenía un claro objetivo “construir un sistema de alianzas cuya existencia dominase las preocupaciones de los gobiernos y los pueblos” [5] La formación de la Entente de los tres emperadores (germano-ruso-austríaco) gestionada a través de acuerdos en torno al cambio político que acontecía en Francia con la caída de L. A. Thiers y la llegada de Patrice de Mac Mahon al poder promovía un juego diplomático que albergaba poderosas razones, una de ellas: mantener en el mismo “atalaje” a los estados vecinos más poderosos. Los vientos de cambio provenían de lado francés y la desconfianza en el aliado ruso primaba en un contexto internacional de grandes grietas dónde los estados balcánicos comenzaron a tener protagonismo.
Aislar a Francia y neutralizar a Rusia tuvo su costo político para el canciller de hierro, quien a pesar de su gran destreza militar y diplomática no logró mantener en pie la sólida estructura internacionalista gestionada gracias a la crisis del antiguo régimen que emergió del Congreso de Viena; a las vacilaciones del liberalismo bicéfalo y las oleadas revolucionarias de 1820, 1830 y 1848, al incipiente movimiento socialista francés y a las sólidas estructuras nacionalistas del cuál Bismarck  fue el adalid.

Por Raquel Pozzi. Analista en Política Internacional. En Twitter: @Raquelpozzitang

[1] Carreras Martinez José; La restauración en: Introducción a la historia contemporánea, Editorial Istmo, Madrid, 1996 p. 109
[1] Op. cit.  p. 110
[3] Renovin Pierre; Los movimientos revolucionarios de 1830 – 1832 en Europa en: Historia de las Relaciones Internacionales; Cap. IV; Tomo II, Edit. Akal, 1990, Madrid
[4] Pierre, Renouvin; Historia de las Relaciones Internacionales; Editorial Akal; Madrid; 1990 (2da. Edición) p. 300
[5] Op. cit. p. 189

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