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El 18 de enero de 2016, en ocasión de su enésimo discurso de campaña en la Liberty University de Lynchburg, Virginia (un recinto cuasi fundamentalista), Donald Trump, mencionó: “Yo defenderé al cristianismo (…) Vamos a proteger al cristianismo alrededor del mundo. No tenemos que ser políticamente correctos”. [1] Con el correr de sus discursos y ya electo como cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos, el tono y el mensaje no varió. Ya en su momento, algunos medios, especialmente los cristianos, comenzaron a levantar sus voces enalteciendo la figura de Trump llegando incluso a mencionarlo como el “nuevo Ciro” (por el emperador persa Ciro II). Tal denominación llegó por parte del pastor (americano-iraní) Saeed Abedini [2]. Luego, dicha denominación sería retomada por el  pastor y empresario Lance Wallnau [3], una influyente personalidad en la comunidad evangélica, durante el baile de gala inaugural. Pero no quedó en eso, porque Trump también ha sido “ungido” bajo otras denominaciones como Nabucodonosor, Moisés y David por diferentes líderes religiosos que hacían hincapié en la misión liberadora del luego electo presidente sobre el mundo y la tierra de Israel.
El apoyo de los líderes religiosos viene entronizado en datos demográficos sumamente valiosos ya que entre los evangelistas, protestantes (entre los que se encuentra Donald Trump) y católicos constituyen un 60,9% de la población de acuerdo a los últimos sondeos del PEW Research Center [4]. Y es no sólo un grupo que toca todos los resortes de poder a través de su capacidad de lobby, sino que es un movimiento en constante propagación a través de nuevas iglesias o estrategias de mercadotecnia. Es en definitiva, un actor demográfico alcanzando su momentum. Aquellos que no profesan religión alguna, si bien forman parte de una cuantiosa minoría (22,8%), no encuentran un movimiento de activación como actores domésticos y su representatividad se encuentra más en el campo académico que en resortes institucionales políticos.
Donald Trump no es el único ni el primero de los líderes mundiales que brega por los intereses del cristianismo en el sistema internacional, pero sí quien comanda una fuerza tal con capacidad para incidir y hacer una diferencia, incluso enfrentado retóricamente con Francisco Primero. Porque, y coincidiendo con el transcurso de la historia, la vanguardia en la defensa religiosa se desplazó desde la Iglesia a los “Capitanes del Sistema”. Repasemos.
Entre los años 1096 y 1291, la Europa Cristiana se levantó en armas en nombre de un Cristiandad cada vez más desafiada por agentes externos como internos. Si bien el papa Alejandro II ya había declarado la guerra al Islam en el año 1061 cuando la conquista de Sicilia y en 1064 durante la cruzada de Barbastro, la primera Cruzada se considera aquella liderada por el Papa Urbano II tras el llamado del emperador bizantino Alejandro I y la última aquella liderada por el Rey de Inglaterra Eduardo I. Sin embargo la hostilidad no se resolvió jamás, y fue transmutando a otras instancias.
Con la llegada de Trump al poder se reafirma una tendencia mundial; el retorno de un conservadurismo (que se presume) residual que no abraza a una globalización a veces natural y otras (muchas) forzada. En comunión con Trump, la Rusia de Vladimir Putin encuentra un resorte de legitimidad y poder en la “rejuvenecida” Iglesia Ortodoxa. Y Europa, la cuna de la cristiandad, se resiste a matar su primera identidad de mano de líderes cada vez más populares como Marie Le Pen (Francia), Geert Wilders (Países Bajos), Mateo Salvini (Italia), Norbert Hofer (Austria), Marcus Pretzell y Horst Seehofer (Alemania), Marian Kotleba (Eslovaquia), Viktor Orban (Hungría), Jaroslaw Kaczynski (Polonia), Timo Soini (Finlandia). [5]

Hoy, el sistema internacional enfrenta casi una singularidad. Con la amenaza de un Califato desafiando el viejo orden de Westfalia y el reinado de los Estados, los distintos líderes mundiales, en el interín, hacen equilibrio entre la defensa de una identidad y la fuerza transformadora de la globalización que pone en jaque la forma en que las distintas naciones entienden a sus vecinos (por la creciente interdependencia) [6] y se entienden a sí mismas.
Con la agudización de la problemática migratoria en Europa, algo de aquel pasado violento (y legitimado) alcanzó la superficie. Y parte de ello se puede abordar si nos imaginamos que la realidad tiene relieves y una geografía muy particular; si pensamos que tiene fallas tectónicas que producen sismos y cismas, especialmente cuando uno de esos pilares sobre los que se apoya la realidad es la religión. En Europa ese terremoto se desató cuando el Estado buscó asimilar algo más antiguo. Ya los líderes políticos no debían enfrentar un fenómeno migratorio al que entendían normal, ciudadanos de un Estado recibidos en otro. Esta vez, y fagocitado por una globalización que hermanaba (a la fuerza) grandes grupos sociales, no eran simplemente ciudadanos sino comunidades que entendían su organización bajo otra institucionalidad, una milenaria e irracional  [7].
Pero el escenario cruzado es muy poco probable de visualizar. Es, por la evidencia manifiesta, más una bandera esgrimida en campaña que una “Política de Estado”. Y ahí es donde se explica: Hay una incongruencia inherente entre Estado y Religión. Trump no está en condiciones de liderar una coalición de dispuestos en nombre del cristianismo sin entrar en conflicto con varios intereses nacionales (estatales); especialmente estando inmerso en un conflicto como el sirio que alcanza un sin fin de actores, y sin desafiar su propia condición de nación moderna (pluriétnica y plurireligiosa). Pensemos primero en cómo se relaciona con los países (estados) musulmanes y en la extensión del mundo islámico. Trump ya decidió re catalogar a Irán en un “eje del mal” eludiendo la naturaleza islámica de Arabia Saudita y los emiratos, grandes aliados norteamericanos de antaño. Un punto de partida bastante esclarecedor: su cristiandad ya encontró un límite. No es un abordaje religioso, es un abordaje políticamente secular.
La nueva (vieja) relación con Irán también establecerá silencios al diálogo con Rusia. Esta última busca en Irán un aliado para sustentar la gobernabilidad de Al Assad y así  restituir al Estado como actor único y legítimo en el espacio sirio; y, finalmente, proyectar poder desde un espacio legitimado en el sistema. Sumado a esa alianza se encuentra Turquía, un aliado en OTAN con el que los Estados Unidos comienzan a manifestar cada vez más rispideces. Recordemos que, el hoy sindicado como autor intelectual del intento de golpe de estado, Fethullah Gülen, reside feliz y tranquilamente en Saylorsburg, Pensilvania y goza de la protección gubernamental manifestada en la negativa de su extradición reclamada por Recep Tayyip Erdogan [8]. Y a los desafíos inmediatos podemos sumar las incertidumbres que despiertan las relaciones con la Pakistan, Estado nuclear, y el ascenso político del Islam en África [9]. En síntesis, una agenda pan cristiana es poco menos que inviable.
El desafío de convertir una nación occidental (un estado moderno) en un colectivo social religioso hoy está muy lejos de encontrar asidero por varias razones. Pensemos que ya no se puede retrotraer el sistema internacional a un grupo de reyes y príncipes que se entendían cristianos antes que cualquier otra cosa. Las distintas naciones (otrora cristinas) ya se saben distintas entre sí hace mucho tiempo, y esa diferenciación es irreconciliable. Recordemos los intentos vanos de la Unión Europea y sus fallidos referendums. Vivimos inmersos en una sociedad que cada vez se resignifica más rápido. Cada vez encontramos casos de nuevos grupos sociales, fanáticos de tal o cual cosa. Que se hermanan por equipos,  bandas musicales, marcas que trascienden fronteras. Pero ninguno renuncia a su identidad territorial. En el caso de los inmigrantes sirios (por nombrar un caso) huyen con el deseo de volver, no de ser otros. Los estados centrales han quedado cautivos de su éxito, de sus urbes y megápolis receptoras de gente que busca el progreso, ni más ni menos. Y ningún estado moderno puede prescindir de ellos.
En definitiva, lo que somos, occidentales; está construido sobre los logros de   la revolución francesa: nos apoyamos en la liberalidad, la ciencia y el progreso y convivimos codo a codo con un conservadurismo presente en cada uno de nosotros. Ese conservadurismo, esas tradiciones, están al alcance siempre de los representantes políticos; y se convierten en valores que se utilizan para la construcción de poder según la oportunidad que tengan los gobernantes de turno.

Por Lic. Martín Rodríguez Osses. Analista Internacional.
Relaciones Internacionales Universidad del Salvador

[1]-https://www.youtube.com/watch?v=BDTvV_zwpto
[2]-http://www.huffingtonpost.com/entry/saeed-abedini-iran-donald-trump_us_581b507ae4b08f9841adb13c
[3]-http://www.usatoday.com/story/news/nation-now/2016/11/10/meet-evangelicals-prophesied-trump-win/93575144/
[4]-http://www.pewforum.org/2015/05/12/americas-changing-religious-landscape/
[5]-http://www.lainformacion.com/politica/partidos/crisis-migratoria-alimenta-populismo-Europa_0_955105520.html
[6]-Nye, Joseph; Robert Keohane (1989). Power and Interdependence: World Politics in Transition. Little, Brown and Company
[7]-http://mrocg.com/analisis-e-investigaciones/84-analisis-internacional/132-sismosy-cismas
[8]-http://edition.cnn.com/2016/08/11/politics/turkey-us-fethullah-gulen-ultimatum/
[9]-https://www.cia.gov/library/publications/the-world-factbook/fields/2122.html

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