Una de las principales consecuencias que ha tenido la crisis actual de Ucrania es que ha recentrado cuestiones que se consideraban perimidas y aun superadas en las relaciones internacionales, por caso, la geopolítica. Si bien antes de esta crisis otras situaciones importantes expusieron la vigencia de la disciplina, Ucrania es categórica en cuanto a la exposición de intereses políticos de poderes preeminentes volcados sobre un espacio geográfico con fines asociados a lograr posiciones favorables de poder.
Pocas situaciones son tan terminantes como dicha crisis para corroborar el enfoque realista que sentencia que la geopolítica concierne a intenciones “non sanctas” de (y entre) los Estados, es decir, para expresarlo en palabras de Kissinger, “trata acerca de intereses de Estados, no de sus buenas intenciones”.
Desde estos términos, lo que acontece en Ucrania ha dejado en claro que el final de la Guerra Fría ha implicado efectivamente el final de la contienda entre Estados Unidos y la ex Unión Soviética, aunque no el inicio de relaciones nuevas basadas en la confianza y la cooperación. Dicho de otra manera, el fin del bipolarismo no significó que Estados Unidos dejara de ejercer políticas de poder frente al “Estado continuador” de aquella, la Federación Rusa, políticas que se vieron facilitadas por una concepción exterior de naturaleza “emotiva” que llevó adelante por entonces una Rusia inédita, que prácticamente subordinó los intereses nacionales a preservación de la “asociación estratégica” con el “ex rival”.
Una de esas políticas de poder destinadas a mantener débil a Rusia e impedir cualquier emergencia que, una vez más, pudiera significar un desafío internacional, fue el mantenimiento de la OTAN, aun cuando había acabado el contexto que hizo necesaria su creación y el contrincante se había derrumbado.
La preservación del instrumento político-militar occidental implicó una anomalía internacional, pues la experiencia prácticamente no registraba casos similares; por el contrario, ha sido una “regularidad” que las formaciones o alianzas interestatales con fines militares cesaran una vez que dejaba de existir la situación internacional para la que fueron impulsadas.
Por caso, hacia mediados del siglo XIX la alianza entre Francia, Gran Bretaña y Turquía se formó para frenar la proyección de Rusia y preservar el equilibrio en el sureste de Europa; pero, tras la Guerra de Crimea, la alianza no se propuso mantener políticas de poder que debilitaran a la derrotada Rusia. Las coaliciones surgidas en la segunda mitad de ese siglo, por ejemplo, la Liga de los Tres Emperadores de 1873 o la alianza franco-rusa de 1893 respondieron a diferentes situaciones (solidaridad monárquica en un caso, compromiso de ayuda mutua en caso de enfrentamiento militar con Alemania en otro), pero no fueron ligas “a perpetuidad”.
Existen otros casos que tal vez pueden considerarse más análogos en relación con la continuidad de la OTAN tras el fin del contexto o condición internacional que le dio origen: la Santa Alianza a partir de 1815 o el sistema francés de alianzas entre 1935 y 1939. Sin embargo, se trata de analogías muy relativas, pues, por ejemplo, a partir de 1818 la Cuádruple Alianza (uno de los tratados en los que se basaba la Santa Alianza) dejó de excluir al actor que había perturbado el orden europeo, la Francia de Napoleón, y la incluyó en su sistema de poder; en cuanto a las alianzas que llevó adelante Francia, ellas fueron el reflejo de una política que desde 1919 persiguió mantener postrada a Alemania para que no volviera a desafiar a Francia.
En breve, la teoría respecto de las alianzas político-militares nos dice que son formaciones que tienden a mantener el balance de poder o a restaurarlo.
En el caso de la OTAN, su continuidad después del desplome de la Unión Soviética como así sus “ondas” de expansión, primero al Este de Europa (Polonia, República Checa, Hungría), luego al Noreste y Sureste (Lituania, Letonia, Estonia, Eslovenia, Bulgaria, Eslovaquia, Rumania, Croacia, Albania) y, eventualmente, al Este del Este de Europa y más allá también (Ucrania, Georgia, etc.), no entrañaron la búsqueda o reposición de equilibrio alguno sino que se trató de una estrategia o técnica de poder utilizada no ya para mantener a Rusia “fuera de Europa”, sino para fijarla a una condición de lateralidad e inferioridad en el sistema estratégico global y de vulnerabilidad en el plano regional y local.
Desde estos términos, que no solamente en Rusia son así considerados pues en una reciente publicación en la revista Foreign Affairs el estadounidenses John Mearsheimer, por citar a un facultado experto insospechado de idealismo alguno, afirma que “La raíz principal del problema en Ucrania es la ampliación de la OTAN”, podemos concluir que la política de poder que sustentó Occidente a través de la Alianza Atlántica ha ido más allá de lo admisible, creando una comprometida situación para la propia estabilidad del orden interestatal.
La experiencia enseña que el estado de debilidad de un actor de condición preeminente para el orden interestatal no dura por siempre, sobre todo si esa condición se debe en buena medida a políticas deliberadas por parte de otro u otros actores. Durante los últimos quince años Rusia ha construido poder y, sin embargo, Occidente continuó desplegando políticas de poder con el fin de afectar sus capacidades, menospreciando lo que aporta la experiencia: el equilibrio como meta y “ganancia para todos”.
Por otra parte, las instancias que desde la misma OTAN fueron creadas para “incluir” a Rusia en el orden estratégico de pos-Guerra Fría, como el “Consejo Conjunto Permanente OTAN+Rusia”, la “Asociación para la Paz”, etc., no funcionaron como espacios de auténtica consulta Este-Oeste frente a crisis mayores, por ejemplo, la de Yugoslavia, sino que resultaron ocasionales ámbitos de consulta en los que las observaciones de Moscú recibieron una deferencia apenas formal.
En breve, ante la situación de tensión actual quizá resulte pertinente recordar que, según el ex embajador estadounidense en Moscú, Jack Matlock, en 1990 la entonces Unión Soviética no cuestionó que una Alemania unificada perteneciera a la OTAN (hecho que bien puede ser considerado la primera expansión de la Alianza), recibiendo a cambio de ello garantías (no escritas) de que la OTAN no ampliaría su jurisdicción hacia el Este “ni una sola pulgada”.
A principios de los años noventa el entonces primer ministro británico John Major afirmó que no existían condiciones entonces y en el futuro para que los países del Este ingresaran en la OTAN; por su parte, el ministro de Relaciones Exteriores Douglas Hurd comunicó a su par soviético que la OTAN carecía de planes para incluir a dichos países en la organización.
¿Por qué entonces la OTAN sucesivamente se amplió y hoy delimita con Rusia y ambiciona más? Básicamente, por razones de “prevención geopolítica”; es decir, antes de que una recobrada Rusia volviera a constituir una amenaza, Occidente debía lograr un posicionamiento territorialmente ventajoso que redujera al mínimo los alcances del “nuevo desafío”, que, efectivamente, no era considerado entonces inminente pero sí irremediable.
No es discutible la preservación de la OTAN más allá del desafío internacional para el que fue creada. La Alianza Atlántica proveía a Occidente de las capacidades suficientes para afrontar nuevos retos en el escenario de pos-Guerra Fría. Lo que no deja de ser objetable es que su continuidad obedeció casi únicamente a una percepción de enemigo venidero, una Rusia revanchista o ideológica. Ello hizo de la Alianza una anomalía en relación a la experiencia y un factor de inevitable desequilibrio internacional.
Dr. Alberto Hutschenreuter
Analista Internacional – Académico. Autor del libro «Política Exterior de Rusia – Humillación y Reparación».