No hay dudas sobre el hecho de que una de las mayores conquistas internacionales durante la segunda mitad del siglo XX ha sido la construcción por parte de los países de Europa Occidental de un espacio de complementación política y económica, que cada vez más ha ido sujetando a los países a una red de interdependencias, al punto de convertirse Europa en el primer espacio o “Estado posmoderno”, es decir, un espacio donde la seguridad ya no es pensada en términos de conquista, según el concepto del británico Robert Cooper.
Si bien es cierto que en ninguna parte del globo se ha repetido semejante empresa de cesión de soberanías nacionales, situación que ha dado lugar a la idea de “excepcionalidad europea”, es necesario tener presente que el estado de guerra en el continente y la no menos excepcional asistencia estadounidense para la recuperación de los países europeos después de 1945, fueron acontecimientos decisivos para que Europa considerara escenarios basados únicamente en patrones de fusión.
Fue así que a partir de la década del cincuenta, tras superarse (vía presión estadounidense) algunos reparos de Alemania respecto de limitaciones a su industria pesada, la realidad de una Europa comunitaria comenzó a hacerse realidad.
Sin embargo, este notable ensayo de superación de soberanías nacionales hoy se encuentra afectado por una serie de impotencias que no solamente restan vigor a Europa como actor preeminente, sino que hasta ponen en duda la misma continuidad del proyecto europeo de integración.
En primer término están las “impotencias internas” o “propias”, es decir, aquellas que favorecen la empresa de la integración aunque ésta no necesariamente implica la eliminación de todo margen de soberanía nacional. Básicamente, se trata de una concepción cercana a lo que Charles De Gaulle denominó “Europa de las Patrias”, esto es, cesión de competencias nacionales sin llegar a la supranacionalidad.
Las impotencias internas implican primacía del Consejo Europeo sobre la Comisión Europea, es decir, preponderancia de la defensa de intereses de los Estados por sobre la defensa de intereses de Europa; una relación que ha sido ostensiblemente desbalanceada desde el final de la confrontación bipolar. En otros términos, en Europa se consolida la tendencia marcada por los expertos desde hace casi una década, cuando las sociedades dijeron “no” a una Constitución europea: se debilitan las estrategias de afianzamiento de la unidad y se robustecen las de defensa y promoción del interés nacional.
Asimismo, las diferentes velocidades entre los miembros de la Unión Europea han ido afirmando un patrón de fastidio interestatal que proyecta incertidumbre sobre el curso de Europa; una situación que expertos como Mark Leonard y José Torreblanca atinadamente han denominado “choque de democracias”: una suerte de enfrentamiento entre miembros que va más allá del propio déficit democrático que (con razón) se imputa a la Unión, pues se trata de exigencias económicas de los más fuertes que eliminan casi todo margen de maniobra de los más débiles, por caso, Grecia, y que tornan la democracia, un activo clave de la Unión, en una formalidad. Pero, a su vez, esa situación ha incrementado sensiblemente los grados de euroescepticismo intraestatal en los miembros pudientes ante posibles alzas de impuestos, por caso, Alemania.
Por otro lado, la impotencia europea obedece también a realidades de cuño externo que, a diferencia de las internas que restringen el alcance de Europa hacia dentro, limitan el alcance de Europa hacia fuera, es decir, su autonomía y proyección estratégica.
En primer lugar, el hecho que Estados Unidos continúe siendo el “pacificador” en Europa (utilizando el concepto de John Mearsheimer) implica que toda consideración europea de naturaleza estratégica nunca será enteramente europea sino atlántico-europea, cuando no directamente atlántica; incluso en aquellas cuestiones que atañen casi exclusivamente a Europa (recordemos, por ejemplo, que en el conflicto de Kosovo el 95 por ciento de las municiones, el 98 por ciento del poder aéreo y el 99 por ciento de la información de inteligencia fue estadounidense).
Pero la condición “subestratégica” de Europa que supone la presencia de Estados Unidos en el continente también amplifica la dimensión de los riesgos, pues el “libreto estratégico” de Europa es, en gran medida, el de Washington; situación que convierte a Europa en un espacio de acción del terrorismo transnacional, amenaza que exige desplegar fuerzas a miles de kilómetros de su espacio para intentar neutralizarla; es decir, como sucede con la percepción de amenaza estadounidense, Europa se ve arrastrada a adoptar un concepto de “seguridad a distancia”.
Esta dependencia acaso ha “relajado” en parte a la Unión Europa en relación a su “actualización estratégica”. Recientemente, la exministra de Asuntos Exteriores de España Ana Palacio advirtió que la Estrategia Europea de Seguridad (EES), redactada en 2003 y retocada en 2008, no refleja cambios internacionales como el reequilibrio en dirección a Asia, las revueltas en el espacio árabe y la autoafirmación de Rusia. Asimismo, por centrase demasiado en temas como el terrorismo, Europa ha pasado por alto cuestiones clásicas de política internacional, como por ejemplo las desavenencias entre Estados (¿será por ello que, como bien sostiene Félix Arteaga, la Unión Europea sobrevaloró la capacidad del expresidente Yanukovich para que liderara un acercamiento a la UE y subestimó la capacidad de Putin para preservar a Ucrania dentro de su esfera de interés?).
Finalmente, otra impotencia europea de orden externo es la relativa a los retos como un factor de determinación entre los miembros de la UE: mientras Europa enfrentó la amenaza del bloque soviético, la marcha de la integración fue vigorosa y lineal; el final de la confrontación bipolar no solamente ralentizó el curso, sino que multiplicó los conflictos dentro del bloque.
La crisis de Ucrania parece haber revigorizado otra vez a Europa, pues autorizados especialistas aseguran que dicha crisis favorecerá la integración a partir de la necesidad de trabajar en pos de una “Unión Energética Europea”. Otros, más optimistas, consideran que no solamente la crisis favorecerá el desarrollo del segmento energético, sino que estimulará la creación de un Ejército Europeo.
Ahora bien, más allá de la necesidad energética de Europa y de las expectativas sobre una posible unidad en ese segmento, es pertinente preguntarnos si dicha idea no tuvo origen en Washington, pues desde un primer momento surgieron en este país voces expertas que consideraron la crisis “funcional” para poner en marcha un plan de corto plazo destinado a restringir las compras a Rusia por parte de Europa con el fin de deprimir gradualmente el precio de la materia prima que hasta hoy Rusia ha utilizado como un instrumento de disuasión.
En cuanto a la creación de un Ejército Europeo, tal vez el proyecto (una vez más) deberá esperar, pues la crisis de Ucrania implicó un impulso para repensar nuevas estrategias para la OTAN.
En breve, sin duda que Europa ha logrado notables progresos en una pluralidad de dimensiones; sin embargo, cabe preguntarnos si los intereses nacionales no acabarán deteniendo el curso de la Unión Europea, que, por otro lado, parece necesitar siempre de retos externos que la “vivifiquen”. Asimismo, también es pertinente preguntarnos si los factores externos como la presencia del “primus inter pares” estadounidense no mantiene aquella vieja ecuación de poder señalada por un prominente funcionario de la OTAN, respecto a que “Estados Unidos en Europa entraña Europa abajo”.
Dr. Alberto Hutschenreuter – Director «Equilibrium Global»
Analista internacional – Columnista RT Actualidad – Autor del libro «Política exterior de Rusia – Humillación & Reparación».