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El culto a la uva, la viña y el vino es religión en Georgia. Y en sentido literal: cuenta la historia que fue una joven llamada Nino, quien desde Capadocia introdujo el cristianismo en el siglo IV, visibilizando su prédica con una cruz hecha de madera de vid y atada con tallos de la misma planta. Ese fue el comienzo de la expansión del cristianismo en esta región y los cimientos de la construcción de una Iglesia ortodoxa nacional georgiana. La cultura vitivinícola de la que hace gala el pueblo georgiano, acreditando 8000 años de existencia, se respira en el ambiente, se materializa en las rejas, puertas, pinturas, candelabros de las iglesias, y en las estatuas callejeras, como la del tamada, persona que en todo banquete o reunión se encargaba —y todavía se encarga— de proponer sucesivos brindis a los invitados a esa mesa. Y también se saborea. Porque Georgia produce vino en todo su territorio, especialmente en la región oriental de Kakheti, donde se encuentra el valle fertilizado por el río Alazani, donde se obtienen buena parte del vino del país. En esta zona de bodegas, muchos de los vinos todavía se elaboran de la manera ancestral, a través de la fermentación de la uva dentro de un ánfora (qvevri), que se entierra completamente hasta que se completa el proceso. De este proceso sale el característico vino ámbar de las cepas kisi o rkatsiteli, o el tinto saperavi. En esa región oriental del país, limítrofe con Azerbaiyán, la pequeña villa de Sighnaghi, con sus techos anaranjados y su aire toscano, se eleva sobre amplias vistas al valle del Alazani, con el telón de fondo del Gran Cáucaso, y más allá, Daguestán, en Rusia.
Admirar estos valles entre las dos cadenas de los montes Cáucaso permite comprender la importancia de este corredor que comunicaba este y oeste, que hacen de esta región una particular encrucijada de caminos. Siguen siendo testimonios concretos de esa interconexión y de la importancia nodal de Tbilisi, el pasaje de la vía férrea que une Bakú con Kars en Turquía, o los ductos que bombean petróleo y gas desde la capital azerbaiyana hasta territorio turco, y desde allí, hacia el occidente europeo.

Al igual que en otras ciudades de la región (como Bakú), los caravansarai eran las posadas donde recalaban las caravanas y mercaderes durante sus viajes y giras comerciales. En el viejo Tbilisi quedan apenas registros en pie de aquellas construcciones y reminiscencias del antiguo arenal contiguo a la ciudad vieja donde descansaban los camellos luego de aquellos largos recorridos, donde hoy se encuentra el parque Rike, dominado por el supermoderno Palacio de la Música y Exposiciones.

Tbilisi muestra en su arquitectura las marcas de invasiones, guerras y revoluciones, pero también de un pueblo orgulloso que fue forjando su propia identidad, fortalecida por las dificultades y desafíos que la historia y la geografía le determinaron. En particular, la experiencia de pertenecer a la Unión Soviética por casi 70 años dejó una profunda huella, que a nivel arquitectónico se aprecia en los decadentes bloques de apartamentos para la población en general, que contrastan con suntuosos palacios de la época de Stalin donde vivían políticos, artistas e intelectuales más cercanos al régimen.
El viejo Tbilisi está poblado de unas particulares construcciones de pocos pisos, con un patio central. Al principio, pertenecían a un solo grupo familiar, para más adelante convertirse en la vivienda de diferentes familias, que por lo tanto debían compartir los servicios básicos del hogar. Hoy muchas de ellas se encuentran en mal estado de conservación, pero todavía atestiguan el carácter típico de la vida comunal en aquella vieja sociedad y que, según comentan, todavía conserva la moderna sociedad georgiana.
Los georgianos son pueblos y ciudades de balcones. Seguramente determinado por la climatología, la existencia de balcones hace a la esencia del georgiano y su relación con su entorno, símbolo de conexión de su hogar con el mundo exterior. Los característicos balcones de hierro o madera pululan por la ciudad, desde sus presentaciones más tradicionales hasta las adaptaciones a la arquitectura contemporánea en altura. Hasta el hermoso Public Hall, de 2012, con su curiosa forma de hongos o paraguas superpuestos, fue concebido con sus balcones mirando al río.
La hondonada que hace el río Kura genera un escenario de colinas a uno y otro lado de sus riberas, con sus casas colgantes en su parte más abrupta y coronadas con iglesias, —como la majestuosa nueva Catedral, culminada en 2004—, el edificio de la Presidencia con su cúpula vidriada al estilo del Bundestag berlnés, la fortaleza Narikala y la escultura Madre de Georgia —que ofrece en una de sus manos un cuenco con vino, cómo no—, así como todas las atracciones en la cima del monte Mtatsminda, que con sus 770 metros, es el punto más alto de la ciudad: un parque de atracciones con su noria —fundamental para toda ciudad que se precie de haber ingresado al circuito turístico internacional—, el panteón de los georgianos ilustres, y panorámicos y elegantes restaurantes, a todo lo cual se accede por funicular o teleférico.
A este río, cuyo derrotero serpenteante va generando hermosas perspectivas, lo cruzan varios puentes construidos en diferentes épocas: el Metekhi —controlado por la iglesia homónima y la imponente estatua ecuestre del rey Vakhtang Gorgasali, fundador de la ciudad—, el Saarbrucke, el Nicoloz Baratashvili —poeta del romanticismo georgiano—, y el más moderno puente de la Paz de 2010, que con su sinuoso diseño de acero y vidrio sintetiza el avance del país hacia el progreso y su apertura al mundo, como lo hace la torsionada nueva Torre Cityzen, diseñada por Zaha Hadid.
En uno de sus ahora invisibles afluentes se descubrieron aguas termales con contenido de sulfuro, que motivaron en el siglo V el traslado de la capital desde su emplazamiento anterior en Mtskheta, a unos 30km de distancia. De hecho, la etimología de Tbilisi proviene del adjetivo “caliente”, característica que conservan esas aguas, que han motivado desde entonces la construcción de baños sulfurosos con sus características cúpulas, en un entorno rodeado por casas balconadas en las colinas, fachadas que recuerdan Samarcanda, iglesias y la mezquita de Tbilisi. Porque fruto de ese carácter de corredor y objeto de influencias y dominación de diferentes imperios a lo largo de su historia, en pocos cientos de metros encontramos a la vieja catedral ortodoxa, con la mezquita, la sinagoga y la iglesia ortodoxa armenia, perpetuando la promesa del rey David el Constructor de garantizar la libertad de cultos cuando tomó Tbilisi en 1122 y la convirtió en la capital del reino en su era más dorada.
Del otro lado del río, en la ciudad nueva, la avenida Shota Rustasveli —poeta georgiano del siglo XII— es la más elegante y significativa del centro de la ciudad. Escaparate de la París del Cáucaso, a lo largo de su recorrido desde la emblemática plaza Libertad, donde un doradísimo San Jorge se ensaña con el dragón sobre una columna, se encuentran de manera contigua importantes edificios del quehacer político y cultural del país, como el palacio de estilo estalinista del Parlamento de Georgia —escenario de concentraciones desde las elecciones legislativas de noviembre de 2024—, los Museos de Bellas Artes y Nacional, la Ópera, el Ballet Nacional, así como imponentes hoteles y la emblemática plaza de la República, bautizada de la Revolución de las Rosas, en conmemoración de los acontecimientos del año 2003.
La ciudad presenta una red de sinuosas calles que suben y bajan por las colinas, que obedecen a como fue creciendo a lo largo del tiempo, a lo cual se suman avenidas de trazado más moderno, como las que contornean el curso del río, o los ejes de las avenidas Baratasvhili, la ya referida Rustaveli, Petre Melikishvili e Ilia Chavchavadze (en el distrito de Vake), que vertebran el eje de la zona más elegante de Tbilsi.
Mtskheta, patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, fue la antigua capital del entonces reino de Kartli, hasta su traslado a Tbilisi, como fuera referido. En su catedral de Svetitskhoveli, la más grande de Georgia hasta que se inauguró la nueva catedral de Tbilisi en 2004, se encuentran enterrados muchos reyes georgianos, entre imágenes de la Virgen María, Santa Nino, y las omnipresentes referencias a las uvas y las viñas. Es la sede del Patriarcado de Georgia, y desde su construcción en el siglo IV, ha resistido asedios e invasiones de árabes, persas, mongoles y rusos. Bajo una de sus columnas, cuenta la leyenda que se encuentra la túnica de Jesucristo, comprada por un judío de Mshketa a un soldado romano en el mismo Gólgota de Jerusalén.

Otra de las muestras de ese carácter sedimentario que presenta toda esta región es su gastronomía. La gastronomía va hilvanando a la sociedad georgiana del presente con su pasado y los pueblos que dejaron su huella cultural. Dentro de la variedad de vegetales, quesos y carnes en sus diferentes elaboraciones, sobresale el plato estrella de la cocina georgiana: el khachapuri, que en sus variedades más difundidas, se trata de una masa horneada o frita, rellena de queso o con la masa en forma de barco y un huevo por encima del queso fundido (variedad llamada khachapuri adjaruli, típica de esa región costera con el mar Negro). Hay tantas variaciones de este plato como regiones tiene el país. Además de esta especie de pizza á la georgiana tenemos los khinkali, unos dumplings rellenos de caldo y carne sazonada, todo lo cual marida a la perfección con algún vino del país.
Recostada sobre el mar Negro —para la próxima quedó visitar Batumi y la costa—, Georgia mira hacia el oeste sin renegar de su vocación de nexo y cruce de caminos. Reivindicando ese rol, Georgia forma parte de todas las iniciativas propuestas para conectar y desarrollar infraestructuras logísticas y energéticas a través del corredor que cruza el mar Caspio desde Asia Central, como el New Eurasian Bridge de la Belt and Road Initiative china y la Trans-Caspian International Transport Route. Mucha publicidad estática en las calles de Tbilisi vuelven a recrear esa potente imagen de la Ruta de la Seda para promocionar las virtudes de esta tierra en materia de conectividad y tránsito.
No sabemos si Georgia terminará adoptando su nombre en georgiano, Saqartvelo, para ser reconocida internacionalmente —como lo hicieron recientemente Türkiye o Bharat—. Se realice o no, su identificación como una tierra de tránsito, buena acogida y ese dinamismo propio de las “regiones de frontera” seguirá presente, desde que fermentó y se ofreció el primer cuenco de vino de estas tierras.

Por Dr. Ramiro Rodríguez Bausero. 
Diplomático de la República Oriental del Uruguay. Analista Internacional. Docente. Académico del Consejo Uruguayo para las Relaciones Internacionales. Ministro Consejero del Servicio Exterior de Uruguay (ingreso por Concurso de Oposición y Méritos, 2009)
Actual Cónsul General de Uruguay para Galicia, Asturias, Cantabria y País Vasco. Profesor Cátedra de Historia de las Relaciones Internacionales, UDELAR.
Técnico en Comercio Exterior (Asociación de Dirigentes de Marketing Uruguay, Universidad de la Empresa ADM-UDE)
Miembro de la Asociación Latinoamericana de Estudios de Asia y África, ALADAA

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