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Continuamos la línea de trabajo con esfuerzos orientados a presentar diferentes visiones sobre Ucrania. El experto Dr. Alberto Hutschenreuter utiliza el factor analítico desde la geopolítica para observar los sucesos en torno a la crisis de Ucrania. La base histórica para situar a Kiev, entre los intereses de Rusia y la Unión Eupea, el académico Hutschenreuter identifica aquellas doctrinas que han servido a los diferentes actores para seguir una línea de obtención de beneficios en clave de poder, y es justamente lo que ocurre. Compartimos este trabajo que contextualiza en forma detallada las circunstancias del presente desde las tradicionales costumbres , que se transforman en fricciones y que han existido siempre en torno a Ucrania cuando se cruzan las perspectivas que intentan tejer Moscú por un lado y Occidente por otro. 

Sin duda que existen múltiples razones que explican la crisis que actualmente acontece en  Ucrania; pero si existe una perspectiva que nos puede ayudar a comprender mejor dicha crisis, esa perspectiva es centralmente geopolítica. Asimismo, es necesario advertir que dada la magnitud de los actores e intereses en liza concurrentes en ese escenario del globo, un empeoramiento de la situación podría afectar sensiblemente la estabilidad de las relaciones interestatales durante los próximos tiempos.
La geopolítica implica una relación entre política y espacio geográfico, pero no cualquier espacio geográfico sino aquel que concentra intereses para los Estados: de allí que la geopolítica está asociada a una práctica cuyo fin es incrementar el poder de los Estados; por ello, sin ambages, los realistas advierten que “la geopolítica trata acerca de los intereses de los Estados, no de las buenas intenciones de los Estados”.
Las tendencias esperanzadoras que siguieron al fin de la Guerra Fría, habituales siempre que fenece una era de tensión, despreciaron y depreciaron la geopolítica, precisamente por considerarla fuente de rivalidades y confrontaciones. Sin embargo, la vigencia y contundencia de la disciplina se pudo apreciar a través de los principales hechos con que despuntó el siglo XXI: ampliación de la OTAN, alcance global del accionar del terrorismo transnacional, asentamiento de Estados Unidos en el crucial espacio que se extiende desde la península arábiga al Asia Central, impulso de doctrinas nacionales aero-espaciales con fuerte sentido de autoayuda, etc.
Desde la lógica de intereses políticos volcados sobre espacios geográficos, es posible dividir el mundo en espacios geopolíticos y espacios antigeopolíticos; es decir, espacios (Estados y no Estados) que por su importancia son relevantes y espacios menos selectos o directamente irrelevantes. Los primeros generalmente son concentradores de recursos estratégicos y, por tanto, pasibles siempre de sufrir injerencias por parte de actores preeminentes, es decir, de actores con capacidad de proyectar poder sobre los mismos a fin de amparar el acceso a fuentes o activos estratégicos, o bien para preservar un aliado valioso.
Pero también son espacios geopolíticos aquellos espacios que, independientemente de concentrar o no activos estratégicos, son adyacentes a un actor mayor; por tanto, dichos espacios (en este caso Estados) están constreñidos a practicar una prudente y deferente política frente a la “sensibilidad geopolítica” de este último. En ello radica su condición de espacios pivotes: no tanto en sus “capacidades” para desbordar en derredor sus eventuales crisis internas, peculiaridad de un “Estado-pivote”, sino en la “admisión de restricciones” por configurar un “espacio de inmediación”.
La inmediación siempre condiciona, incluso cuando el actor preeminente sufre un impacto geopolítico de escala: el desplome de la Unión Soviética implicó un profundo impacto, y el surgimiento e independencia de todas aquellas repúblicas que componían esa suerte de país-continente que era el espacio soviético fue visto como un acontecimiento promisorio. Sin embargo, lo que en principio pareció un “ascenso geopolítico” para los nuevos actores, pronto se reveló como una “nueva dificultad” por el hecho de seguir siendo vecinos del “Estado continuador” de la Unión Soviética, la Federación Rusa.

Es cierto que la Rusia de los años noventa fue un actor cuyo estado de debilidad y desarreglo interno lo fue transformando en un actor cada vez más irrelevante, al punto que el propio presidente Clinton sostuvo que “las posibilidades que tenía Rusia de influir en la política internacional eran las mismas que tenía el hombre para vencer la ley de gravedad”. Los propios expertos rusos prevenían que, dada su anémica situación, Rusia podría acabar transformándose en un actor lateral y mero aportador de materias primas al Occidente industrializado.
Sin embargo, a pesar de su debilidad, en su calidad de “Estado continuador” Rusia conservó  segmentos clave de poder interestatal: país con “estatus V-3” en la ONU, es decir, voz, voto y veto; país poseedor de armas nucleares; y país poseedor de armas convencionales de escala. Estos “activos estratégicos” le permitieron mantener, según Leon Aron, director de Estudios de Rusia en el American Enterprise Institute, una suerte de triple condición: Rusia como “gran poder”, Rusia como “superpotencia nuclear” y Rusia como “superpotencia regional”.
La extenuación, la impotencia y la retórica amenazante restringieron y caracterizaron a la Rusia como “gran poder” y como “superpotencia nuclear”; pero la Rusia como “superpotencia regional” desarrolló “metodologías de poder” que “estrecharon” la brecha de su derrota en la “Guerra Fría”.

En efecto, si bien durante prácticamente toda la década del noventa Rusia (primero por confianza y más tarde por debilidad) no impidió que Estados Unidos “rentara” su contundente victoria en la contienda bipolar más allá del final de ésta (evitando así un resurgimiento que eventualmente lo retara una vez más), en su espacio inmediato de influencia sus procedimientos no resultaron ajenos a las clásicas políticas de poder zaro-soviéticas.
Fue así que incluso durante los años que “Rusia no fue Rusia”, es decir, durante el breve periodo que desplegó una extraña y “emotiva” política externa (entre 1992 y 1993, cuando Rusia prácticamente confió a Estados Unidos su reinserción en la política internacional), los reflejos geopolíticos no le permitieron desentenderse de los acontecimientos que sucedían en lo que pronto la dirigencia rusa denominaría “Near Abroad”.
Entonces, a fin se advirtiera que en el marco de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) Rusia era “primus inter pares”, Moscú demoró o suspendió créditos a  países miembros, al tiempo que desde su control del “paquete de votos” cualificado en los órganos de la CEI impuso determinadas condiciones para prestar asistencia económica. En términos relativos a lo que John Mearsheimer denomina estrategias para lograr poder sin recurrir a la fuerza, Rusia sencillamente ejecutaba un clásico “blackmail”.
Más específicamente, cuando en 1993 Georgia, que no formaba parte de la CEI, recurrió a esta entidad a fin de obtener mayor seguridad ante las rebeliones que afrontaba en los espacios autónomos de Osetia del Sur y Abjazia (hoy actores separados de Georgia y reconocidos políticamente y amparados por Rusia), Moscú logró ganancias de poder evitando que la república del Cáucaso no se mantuviera entonces al margen de la CEI (de la que finalmente se retiraría en 2009).
En otros términos, aquellos actores de la CEI con “incompatibilidades étnicas” dentro de su territorio, por caso, Georgia, Ucrania, Moldavia, Kazajistán, etc., podían llegar a sufrir  serios descalabros si Rusia decidía asistir (un eufemismo por manipular) a los descontentos locales con el gobierno central, una técnica de poder que en Occidente fue denominada “modelo Abjazia”. Cabe agregar que otros actores no miembros de la CEI, pero ubicados en zona adyacente a Rusia o la CEI, también eran pasibles de padecer “impactos” derivados de contradicciones nacionales, por caso, Estonia, donde casi el 30 por ciento de la población era de origen ruso y se encontraba restringida en materia de derechos básicos.
En relación a Ucrania, acaso el espacio de sensibilidad geopolítica mayor para los intereses y la seguridad de Rusia, Moscú también obtuvo ganancias de poder significativas: tempranamente se aseguró (por el Tratado de Massandra, de 1993) la continuidad del dominio de la emblemática base de Sebastopol, como asimismo la concesión de una amplia autonomía para la población rusa de la república autónoma de Crimea (recientes encuestas arrojan un contundente apoyo de la población en relación al estacionamiento de la Flota rusa del Mar Negro en Sebastopol, incluso más allá de 2042, cuando concluye el convenio ucranio-ruso renovado en 2010).
Pero Rusia no solamente mantuvo una política de afirmación de intereses en situaciones específicas que ocurrían dentro del ex espacio soviético: ante el renovado ímpetu y rol multidimensional de las misiones de la ONU alrededor del globo, Rusia buscó obtener dividendos de poder en aquel espacio.
Moscú consideró que (con el fin de restringir su alcance geopolítico) un “orden onusiano” podía ser utilizado para llevar adelante políticas de injerencia extranjera en su espacio de interés inmediato. Ello explica por qué desde un principio Rusia persiguió que sus efectivos tuvieran un papel destacado como “fuerzas de pacificación” en conflictos que atravesaban el ex espacio soviético: en la cumbre de Kiev, de marzo de 1992, los países de la CEI suscribieron un acuerdo sobre “Grupos de Observadores Militares y Fuerzas de Mantenimiento de la Paz en la CEI”; dicho pactó regularizó la presencia de efectivos rusos en territorios afectados por conflictos de cuño etno-nacional (Armenia/Azerbaiján por el enclave de Nogorno-Karavag; Georgia por la rebelión en Osetia del Sur y Abjazia; Moldavia por el territorio del Trandniester, etc.).
Los propios documentos oficiales rusos no dejaban dudas sobre las reservas de Rusia en relación al ex espacio soviético; por caso, la Doctrina Militar de 1993 respondió (para algunos sectores militares de manera insuficiente) a demandas y reafirmó la potestad rusa en la CEI, puesto que, más allá del bloque militar que compartían varios países de la CEI, le confirió al instrumento militar de Rusia misiones específicas de amparo de derechos de las minorías rusas en ese espacio y de vigilancia de las fronteras de la CEI. En otros términos, se aseguraba el derecho de injerencia rusa en el marco del ex espacio soviético, adelantándose de esta forma Rusia a cualquier intento de prácticas de injerencia multilateral sobre (eventuales) espacios caóticos o vacíos de poder.Protesta UKRAINE
Dicha potestad geopolítica dio lugar a que por entonces se hablara de la existencia de una suerte de “Doctrina Monroe”, es decir, expresada la proclama estadounidense del siglo XIX en clave rusa: “el espacio geopolítico que configuraba la ex URSS ha sido y será una esfera de intereses exclusivamente de Rusia”. Jamás explicitada como tal, claro, dicha declaración geopolítica latente no dejaba dudas sobre las aprensiones y apreciaciones  oficiales y no oficiales que predominaban por aquellos años en Rusia en relación al vasto espacio ex soviético.
Por caso, el “Concepto de la Política Exterior de la Federación Rusa” dejaba en claro que “Todo el territorio de la ex Unión Soviética constituía una esfera de influencia dentro de la cual los intereses de Rusia no podían ser ignorados ni denegados”. Por su parte, en sus “Recomendaciones sobre Política Exterior”, el Comité de Asuntos Externos del Parlamento sostenía que “Rusia, como sucesor legal de la Unión Soviética, debía asentar su política externa en una doctrina que declarara que el ex espacio soviético era una esfera de sus intereses vitales, y procurar asegurarse que la comunidad internacional comprendiera y reconociera sus intereses especiales en dicho espacio”.

En breve, si bien en los años noventa el poder de Rusia declinó sensiblemente, sus “reflejos geopolíticos” en relación a su espacio inmediato se mantuvieron no solamente activos, sino que implicaron una suerte de factor unificador de posturas que en otras cuestiones, por caso, relación con Occidente, diferían fuertemente.
En efecto, más allá del ex espacio soviético las visiones se diferenciaban, dato que junto a la debilidad estructural de Rusia explica la parálisis frente a la “NATO-manía” (para utilizar la expresión del mismo canciller Andrei Kozyrev) de los países eurocentro-orientales, particularmente de Polonia, Hungría y la República Checa, países que ingresaron a la alianza política-militar en 1999.
Este acontecimiento geopolítico mayor, la ampliación de la OTAN, que en rigor se inició en 1990 con la unificación de Alemania sin abandono de la Alianza Atlántica, afianzó el sentido  geopolítico posesivo de Rusia en su zona de interés, sobre todo tras un segundo momento de extensión (2004) que alcanzó a países (Letonia y Estonia) directamente colindantes con territorio ruso, al tiempo que lo fraccionó de la región de Kaliningrado (encerrada ahora entre Polonia y Lituania).
Esta segunda ampliación de la OTAN desmoronó cualquier esperanza rusa en relación a posibles escenarios geopolíticamente favorables a Rusia, por caso, neutralidad de algunos países eurocentro-orientales o exclusión de fuerzas militares extranjeras en los países bálticos; por tanto, la tradicional zozobra geopolítica zaro-soviético-ruso de enclaustramiento sea acentuó, pues las barreras que implicaban el acceso de Rusia al Atlántico Norte a través de los estratégicos pasos marítimos de Skagerrak y Kattegat (rodeados por países de la OTAN) se localizaban ahora en los espacios terrestres de los miembros bálticos de la OTAN.
Por ello, las “técnicas de poder” por parte de Rusia en su área de reservas geopolíticas no solamente continuaron durante los mandatos de Putin, sino que en agosto de 2008, a fin de preservar sus intereses en Osetia del Sur ante la resolución de las autoridades de Georgia de reincorporar a su dominio los “territorios rebeldes”, Moscú puso en marcha una “operación de defensa contraofensiva” (según la misma denominación rusa).
En rigor, la decisión de Rusia estuvo dirigida más allá de la protección de sus intereses en Osetia del Sur: dicha operación implicó un acto de anticipación a una inminente ampliación de la OTAN hacia el “Sur-Este del Este” de Europa, o, más apropiadamente, al Sur-Oeste inmediato de Rusia. En este sentido, es pertinente recordar que en el país del Cáucaso se encontraban aproximadamente 150 asesores militares estadounidenses, aparte de asesores civiles y empresarios del sector de energía, y que pocas semanas antes de la operación rusa se ejecutaron allí adiestramientos militares dirigidos por Estados Unidos.
Del mismo modo que cuando en los años noventa casi no existían disensos en Rusia respecto de la necesaria ascendencia geopolítica rusa en el ex espacio soviético, ya desde antes de la operación preventiva en Georgia tampoco existían diferencias en relación a las dos cuestiones que más consideraba Rusia amenazaban su seguridad nacional: la OTAN y el escudo antimisiles (entonces un proyecto, hoy un desarrollo en su primera de tres fases).
La reciente aprobación (unánime) en el Consejo de la Federación en relación al empleo de efectivos rusos en Ucrania hasta que se haya alcanzado la normalización en el convulso país, y el llamamiento de la Cámara Baja a Putin para que defendiera a los rusoparlantes de Crimea,  corroboran contundentemente el consenso ruso en relación a la percepción sobre los reales retos a la seguridad nacional. Más todavía tratándose del ex espacio soviético que más importancia geopolítica, geoeconómica y geohistórica-cultural entraña para Rusia.
Si una posible deriva de Georgia hacia la OTAN resultaba para Rusia inconcebible, pues implicaba no solamente enclaustrarla desde el espacio Sur-Occidental, sino la posibilidad de ejercer políticas que debilitaran su ascendencia en su propio bajo vientre nacional compuesto por las múltiples repúblicas situadas al Norte de Georgia, en el caso de Ucrania las reservas son más sensibles todavía.
Posiblemente la denominada profundidad estratégica se haya devaluado frente a la Revolución (permanente) en los Asuntos Militares, la “violencia de precisión” (drones, entre otras tecnologías), etc., aunque ello es discutible en aquellos Estados-continentes como Rusia. Cuando se repasa la historia de Rusia en confrontaciones con otros actores, se concluye que se trata de un país que mayormente logró decisiones militares favorables cuando fue abordado, por caso, ante Polonia-Lituania, Suecia, Alemania, etc. Contrariamente, sucumbió cuando  marchó militarmente fuera de su territorio, por ejemplo, en Afganistán.
En otros términos, el espacio es un activo estratégico valioso para un actor esencialmente terrestre como Rusia. Y en esta lógica predominantemente geopolítica una Ucrania no neutra, es decir, una Ucrania que renuncia a todo patrón externo que considere altamente las sensibilidades geopolíticas rusas, automáticamente se transformaría en una amenaza para la propia supervivencia de Rusia como Estado.
En un audaz ensayo de prognosis mundial, George Friedman es más amplio y por demás claro  sobre la variable geopolítica destacada: “Ucrania y Bielorrusia son todo para los rusos: Si cayeran en manos de un enemigo (incorporándose a la OTAN, por ejemplo), Rusia estaría en peligro de muerte. Moscú está a sólo poco más de trescientos kilómetros de la frontera con Bielorrusia, y Ucrania a menos de trescientos de Volgogrado, antes Stalingrado. Rusia se defendió de Napoleón y Hitler con profundidad. Sin Bielorrusia y Ucrania no hay profundidad, ni territorio que canjear por sangre enemiga. Claro que es absurdo suponer que la OTAN pueda representar una amenaza para Rusia. Pero los rusos piensan en términos de ciclos de veinte años, y saben qué rápido es posible lo absurdo”.
Geoeconómicamente, Ucrania tiene un gran valor para Rusia, pues su condición de neto importador de recursos energéticos rusos no solamente le reporta a Rusia, sino que permite a este país desplegar metodologías que (al tiempo que favorecen a Kiev) “maximizan ganancia de poder” para Rusia, por ejemplo, en materia de precios, préstamos, facilidades, etc. Asimismo, el espacio ucraniano es vital para la llegada de gas a Europa: aproximadamente un 50 por ciento del total de la relevante comercialización de gas entre Rusia y la Unión Europea pasa por gasoductos dispuestos en Ucrania.
Por otro lado, dato no siempre apreciado, Rusia constituye el principal mercado para los productos de Ucrania, desde armas a materiales férreos, pasando por combustibles, alimentos, minerales, etc.
Finalmente, en clave geo histórica-cultural, Ucrania representa un espacio insustituible para una “Rusia europea”. Los expertos, entre ellos, Hélène Carrère d’Encausse, siempre han destacado una extrañeza o fatalidad geográfica de Rusia: la de ser un país con la mayor parte de su territorio en Asia, pero mantener una preferencia hacia Europa.
En este sentido, si Ucrania fuera “apartada” de Rusia, es decir, saliera de la esfera de influencia que Rusia ejerce a través de técnicas de poder e instituciones que vinculan a ambos países, y pasara a ser parte de la Unión Europea y de la OTAN, Rusia entonces perdería toda posibilidad de continuar siendo un país euroasiático.
Asimismo, ello también implicaría clausurar toda posibilidad de reconstruir una entidad eslava. Para rusos prominentes como el desaparecido Alexandr Solzhnenitsyn, el fin de la URSS no fue (como sostuvo Putin) una catástrofe geopolítica: “La gran desgracia es que dicha desintegración se produjera automáticamente siguiendo las falsas fronteras trazadas por Lenin, de manera que Rusia se vio privada de regiones enteras. En unos pocos días perdimos a veinticinco millones de rusos étnicos (el dieciocho por ciento de los rusos) y el gobierno de Rusia no tuvo coraje ni siquiera para denunciar este horrible hecho, esta colosal derrota histórica de Rusia ni tampoco para manifestar políticamente su desacuerdo, aunque sólo fuera para establecer el derecho a algún tipo de negociación futura”.

En breve:
– En la actual crisis de Ucrania concurren múltiples explicaciones; la geopolítica, es decir, la apreciación sobre el espacio con fines corrientemente asociados al poder y al amparo y la seguridad nacional, constituye sin duda un factor relevante para el abordaje de la misma.
– Rusia no es un “país Potemkin” en la materia, es decir, su apreciación sobre el espacio como factor de poder es real y vital, no aparente y complaciente; por tanto, cualquier percepción de amenaza sobre el mismo (que abarca el suyo, el inmediato y más allá también) implica movilización y réplica militar.
– Desde su mismo nacimiento, la Federación Rusa no se desentendió de su espacio inmediato, es decir, del espacio configurado por las ex repúblicas soviéticas. En clave de defensa y promoción de sus intereses, en su condición de “superpotencia regional” desplegó diferentes metodologías; cuando consideró que los acontecimientos en el Cáucaso representaban una potencial situación de injerencia externa que podía significarle una grave afectación a sus intereses vitales, recurrió a la más riesgosa pero también la más decisiva de todas las metodologías o técnicas. A partir de entonces, se interrumpió la avanzada de la OTAN.
– Para Occidente, el “apartamiento” de Ucrania de Rusia (en su totalidad territorial o incluso fraccionada) constituye acaso un capítulo clave en materia de restricción de capacidades de un actor al que nunca dejó de considerar un eventual neo-reto. En otros términos, en clave de poder la posguerra fría no implicó relaciones auténticas de cooperación ruso-estadounidense, sino la continuidad de políticas de poder destinadas a evitar cualquier surgimiento que pudiera significar un desafío a la supremacía (cuando no hegemonía) atlántico-occidental.
– Ucrania concentra intereses geopolíticos superiores para Rusia, pues se trata de un espacio que si abandonara su “condición de deferencia” ante Rusia, por caso, adquiriendo un estatus internacional de “imparcialidad” como antecámara de su ingreso a la OTAN (con la que Ucrania en calidad de anfitrión ha realizado ejercicios militares), Rusia no solamente profundizaría su protohistórico sentimiento de encerramiento, sino que vería seriamente comprometida su seguridad nacional.
– El factor histórico-cultural no es menor, si Rusia se encontrara privada de Ucrania perdería su condición de actor europeo y se difuminaría cualquier posibilidad de reconstruir un amplio espacio eslavo que ofreciera otras alternativas o aspiraciones de progreso diferentes a las de Occidente.

Por Dr. Alberto Hutschenreuter
Analista Internacional – Académico – Autor del libro «Política Exterior de Rusia & Humillación – Reparación».

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