Con importantes excepciones, es habitual que los expertos de Occidente responsabilicen a Rusia en la crisis (por ahora indetenible) que tiene lugar en Ucrania. Para ellos, la Rusia de Putin ha adoptado una política exterior de cuño revisionista cuyo fin es la reconstrucción de lo que los sovietólogos denominaban “Gran Imperio Ruso”, es decir, el espacio nacional que existió hasta la desaparición de la URSS, en 1991, para distinguirlo del “Imperio Soviético en Europa Oriental” y el “Imperio Comunista Global”.
Desde estos términos la crisis actual entre Rusia y Occidente implicaría una suerte de “Guerra Fría II”, situación que demanda poner en práctica una nueva estrategia de contención a Rusia, similar a aquella que desplegó Occidente frente a la URSS después de la Segunda Guerra Mundial y que se prolongó hasta fines de los años setenta, cuando se pasó a una estrategia ofensiva que incrementó los gastos de mantención del imperio a escala global, y que, en buena medida, decidió la confrontación.
En primer lugar, es desacertado hablar de una nueva pugna bipolar. La Guerra Fría implicó una contienda integral a escala mundial que abarcó prácticamente todas las dimensiones de competencia entre dos Estados mayores e inigualables del orden internacional. La naturaleza de los contendientes fue tan irreductible que, como sentenciara Raymond Aron en una fórmula breve y contundente, la paz resultaba imposible aunque la guerra (debido a la existencia de las armas nucleares) era improbable.
En segundo lugar, el modo de liderazgo ruso no es revisionista sino clásico, es decir, se funda en una serie de patrones presentes en la cultura política rusa desde antes de la Revolución Soviética de 1917: centralización del poder, Estado fuerte, acumulación militar, reclamo de deferencia externa, sentimiento geopolítico de asedio, heroísmo nacional, política externa activa, etc.
En tercer término, centrar en Rusia la responsabilidad del deterioro internacional omite el devenir estratégico que siguió al final de la Guerra Fría: para el ganador de esta compulsa de casi medio siglo, dicho término no significó dejar de considerar al “Estado continuador” de la URSS, la Federación Rusa, un posible nuevo desafío a la supremacía occidental.
Si bien algunos expertos, como el mismo creador de la teoría de la contención George Kennan, desestimaban el regreso de una Rusia revisionista y expansionista, Occidente “gestionó” la relación con Rusia en clave de poder, es decir, desplegando una política de poder o, para utilizar términos adecuados, “técnicas de poder” que mantuvieron a una (inevitable) Rusia retadora en una condición casi irrelevante en la política internacional.
Una de esas “técnicas de poder” fue la ampliación de la OTAN (una organización que, siguiendo la experiencia histórica, debió haberse disuelto tras su misión) hasta las mismas fronteras de Rusia.
Si consideramos que la unificación de Alemania se llevó a cabo siguiendo patrones occidentales, es decir, sin salir de la Alianza Atlántica y libre de efectivos (entonces) soviéticos en territorio de la ex República Democrática Alemana, hasta el momento se produjeron tres oleadas de ampliación de la OTAN hacia el este de Europa, siendo la última, en 2004, crucial pues redujo más la ya compleja situación de Rusia para proyectarse a espacios marítimos abiertos.
En efecto, el ingreso de los países bálticos a la Alianza Atlántica desmoronó toda esperanza rusa en relación con escenarios geopolíticos favorables, puesto que las barreras que significaban el acceso de Rusia al Atlántico Norte a través de los estratégicos pasos marítimos de Skagerrat y Kattegat (rodeados por países de la OTAN) pasaron a situarse en los espacios terrestres de los nuevos miembros bálticos de la organización político-militar (por cierto, un impacto político no siempre destacado)
Una eventual cuarta ampliación, es decir, que sume a Ucrania y Georgia, ocasionaría un desorden geopolítico de proporciones casi catastróficas para Rusia, pues el país, una vez más, quedaría en una situación de vulnerabilidad frente a poderes externos. En otros términos, se completaría así el verdadero seísmo geopolítico para Rusia pues esta vez se vería privada de la pieza geopolítica más valiosa de su espacio adyacente, lo que no implica que Ucrania deba ser un vasallo estratégico de este país (es engañosa y peligrosa la opción relativa a que Ucrania debe inclinarse por la UE o por Rusia: siguiendo consejos de Bismarck, puede y debe practicar una sana diagonal entre ambas).
Desde los términos considerados, ¿ha sido realmente Rusia la que no respetó lo que Occidente denomina “pluralismo geopolítico”? ¿Puede considerarse que la mantención de la OTAN una vez desaparecida la confrontación bipolar y su posterior ampliación hasta los lindes de Rusia fue y es un caso de pluralismo geopolítico? ¿Puede aceptarse como pluralismo geopolítico que eventualmente la OTAN se sitúe a pocos cientos de kilómetros de espacios nacionales sensibles de Rusia, por caso, Volgogrado, o peor aún, Moscú? ¿Es posible que un poder preeminente como Rusia desestime la geopolítica cuando esta disciplina no es desestimada por otros poderes preeminentes? ¿Es pluralismo geopolítico apartar Ucrania de Rusia, empujando a este país a una condición geográfica asiática y no euroasiática? ¿Es un caso de deferencia geopolítica por parte de Occidente excitar el tradicional sentido ruso de asedio?
En breve, es muy posible que las respuestas a estos interrogantes nos lleven a considerar que no es a Rusia a la que hay que contener sino que es la OTAN la que debe, por una vez, considerar que contenerse será una decisión que contribuirá al necesario equilibrio de fuerzas entre Rusia y Occidente, y, por tanto, a cimentar un orden interestatal mucho menos disruptivo y perturbador que el de hoy.
Dr. Alberto Hutschenreuter
Director «Equilibrium Global» – Analista Internacional – Académico – Escritor