La crisis entre Ucrania y Rusia ha reinstalado a la geopolítica en el centro de las relaciones interestatales. De súbito, la vieja disciplina parece ser la clave de bóveda para comprender lo que sucede en esa geografía del globo.
Es acertado que así sea, pues si bien el abordaje del conflicto concentra múltiples factores, la geopolítica, es decir, el interés político volcado sobre un espacio terrestre, marítimo o aéreo determinado con fines asociados corrientemente al incremento de poder nacional, sin duda nos proporciona las mejores herramientas al momento de reflexionar sobre las principales causas y cursos del mismo.
Es desacertado, en cambio, hablar del “regreso” de la geopolítica; lo es más todavía si quienes lo apuntan no son aficionados sino versados en relaciones internacionales.
Hay bastante de cierto en cuanto a que la experiencia no favorece demasiado a la geopolítica como una disciplina contribuyente a la primacía de los principios del derecho internacional; pero mientras el mundo conserve determinadas características (básicamente, ausencia de entidad o gobernanza internacional), los Estados, que como advertía Churchill “jamás permitirán que una organización intergubernamental adopte decisiones por ellos”, continuarán procurándose su propio amparo y margen de poder. Desde esta lógica hasta hoy invariable, el uso del espacio en dirección a estos fines continuará siendo capital.
Es posible que el final de la Guerra Fría haya “relajado” la importancia de la geopolítica como factor de resguardo e incremento de poder interestatal, puesto que indefectiblemente todo final de ciclo impulsa expectativas favorables para el establecimiento de un orden internacional más sujeto al derecho y, por tanto, más ecuánime.
Pero el proceso que parecía garantizar este rumbo, la globalización, acabó siendo un régimen de poder que benefició a aquellos actores que supieron utilizar “recursos blandos” que les permitieron penetrar espacios nacionales hasta entonces cerrados o protegidos. En este sentido, la “Doctrina Clinton” (que promovía la democracia pero sobre todo la apertura económica) fungió como una de las más efectivas estrategias de poder nacional ascendente a escala global.
Por ello, más que el tránsito “de la geopolítica a la geoeconomía” como sostenía Edward Luttwak, los años noventa implicaron la predominancia de una concepción “posgeopolítica” que nunca dejó de asociar espacio (en este caso a escala planetaria) con maximización de poder nacional.
Pero tampoco entonces se abandonó la práctica geopolítica clásica, pues la proyección de poder o “geopolítica de uno” que practicó Estados Unidos en solitaria supremacía supuso mayormente su establecimiento no en “espacios antigeopolíticos”, es decir, espacios sin relación con el interés nacional, sino en espacios selectivos o de alta “condensación geopolítica”.
Los últimos años del siglo XX y los primeros de la nueva centuria han sido pródigos en materia de geopolítica: desde los ensayos nucleares en Surasia hasta la ampliación de la OTAN o los mismos atentados perpetrados por el terrorismo transnacional en el espacio nacional más protegido del globo, pasando por concepciones aeroespaciales que explícitamente amenazaban con dificultar, cuando no negar, el acceso al espacio ultraterrestre a aquellos Estados o actores no estatales que pudieran llegar desafiar la seguridad nacional estadounidense en esa nueva dimensión geopolítica, todos han significado casos que se enmarcaron en reflexiones que concluyentemente asociaron interés nacional con espacio geográfico.
Más recientemente, las concepciones de China en relación a la “defensa activa de la costa”; la reorientación espacial de Japón respecto a los retos a su seguridad; el “Nuevo Concepto Estratégico” de la OTAN (que en América Latina levantó muy pocas alertas, entre ellas la del ex ministro de Defensa de Brasil Nelson Jobim); la importancia del espacio Índico-Pacífico como nueva área de interés selectivo estadounidense; la “operación de defensa contraofensiva” de Rusia en áreas sensibles como el Cáucaso; y la profusa actividad de Estados mayormente preeminentes en espacios oceánicos, marítimos y continentales con el fin de establecer presencia en “comunes globales”, etc., son algunos de los casos que nos muestran la vitalidad de esta mal llamada “disciplina maldita”.
La geopolítica no está de vuelta porque existe hoy una crisis internacional de envergadura que se explica en buena medida por los intereses en liza. La geopolítica siempre estuvo allí y continuará estando en casi todos los espacios del globo. Solamente que se activa cuando los jugadores deciden efectuar movimientos, algo que jamás se podrá percibir observando el atractivo e inmóvil planisferio.
Por Dr. Alberto Hutschenreuter
Analista internacional – Académico
Autor del libro «Política Exterior de Rusia & Humillación – Reparación»
Director de «Equilibrium Global»