En Rusia la expresión “desórdenes” alude a situaciones o períodos de disputas de poder y crisis internas que sucedían casi en simultáneo con amenazas provenientes del exterior. Se registran los años finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII como el inicio del “período de los desórdenes” o “tumultos”, cuando, tras la muerte de Iván IV el Terrible, el país cayó en la anarquía, sobrevino una etapa de hambruna, al tiempo que tropas polacas ocuparon Moscú.
La simultaneidad de crisis internas y externas es acaso una de las “regularidades” que distinguen a Rusia de otros actores, e incluso quizá se podría afirmar que dicha situación fue, en parte, la que mantuvo a Rusia en un estado de lateralidad en relación con los procesos que ocurrieron en Europa y que fueron centrales para su “modernización” (más allá de las observaciones o reservas que puedan realizar importantes pensadores rusos contemporáneos, por caso, Nicolás Danilevsky, acerca de ese fenómeno europeo).
Las amenazas provenientes del exterior no solamente implicaron “desórdenes” en Rusia, sino que determinaron una marcada “sensibilidad” en relación con el espacio nacional.
En su obra “El drama ruso”, la experta Hélène Carrère d’Encausse sostiene que en gran parte la historia de Rusia se puede explicar desde la violencia ejercida desde el poder: “los momentos en que no se asesina son paréntesis muy breves en Rusia”. Pero más allá de esta particularidad trágica que sin duda modeló la conciencia de los rusos, acaso la historia de Rusia también puede ser recorrida desde la percepción de inseguridad o tragedia geopolítica que casi ininterrumpidamente experimentó el poder.
A primera vista Rusia se destaca por su vastedad territorial sin igual, condición que hace de este actor un singular Estado-continental. Sin embargo, dicha vastedad geográfica ha implicado una fatalidad geopolítica prácticamente insalvable.
En su reciente y pertinente trabajo “La venganza de la geografía”, el estadounidense Robert Kaplan nos recuerda que la inseguridad es el sentimiento ruso por excelencia; y esa inseguridad está relacionada con lo que aparenta ser un activo mayor del poder nacional de Rusia: el territorio.
Las concepciones geopolíticas tradicionales consideran que los poderes preeminentes continentales que no cuentan con grandes espacios marítimos u oceánicos como amparo frente a otros poderes desarrollan una fuerte percepción de inseguridad. En este sentido, a diferencia del espacio territorial de Estados Unidos guarecido en la seguridad que siempre le proporcionaron los océanos, el espacio netamente terrestre de Rusia, es decir, sin mares que lo preserven, siempre implicó para este país una debilidad que afectó su condición de inexpugnable, propia de la profundidad territorial.
El almirante Alfred Mahan fue uno de los geopolíticos que como nadie supo advertir esta situación geopolítica rusa que combinaba al mismo tiempo fortaleza y debilidad: en efecto, Rusia era un poderío terrestre sin igual, pero se encontraba rodeado por poderes marítimos que no solamente podían contener sus pulsos expansionistas, sino adentrase desde sus vulnerables periferias.
Desde esta singularidad geopolítica, de “poder ser atacada desde todos lados” según la observación de un geopolítico británico, Rusia históricamente sólo conservó dos opciones: conquistar o ser conquistada, opciones que, siguiendo al célebre experto estadounidense del poder naval, obligaron a los zares a asumir una permanente posición defensiva que no implicaba una actitud estática frente al invasor, sino el despliegue o adelantamiento preventivo a fin de preservar la supervivencia del Estado.
Esta condición o singularidad geopolítica de Rusia implica una situación de “desorden geopolítico” muy presente a lo largo de la historia del país, y que se extiende hasta la fecha. Sin considerarla es imposible abordar el conflicto actual en Ucrania, como así concluir que una resolución del mismo bajo términos en los que las reservas geopolíticas de Rusia no sean consideradas significará, lisa y llanamente, el fracaso de Putin; o, para decirlo de otro modo, el capítulo final de la victoria de Occidente en la Guerra Fría (algo así como una “victoria II”, tras la “victoria I” de 1991).
En efecto, si finalmente Ucrania fuera alcanzada por la cobertura política-militar de la OTAN, que jamás dejó de considerar a Rusia como un posible nuevo reto, Putin será a Rusia lo que fue Gorbachov a la Unión Soviética: el responsable de su fracaso, habiendo sido ungido para evitarlo; aunque, claro, no estaremos ahora en una situación de desplome y desaparición de un país como en 1991, sino ante una situación en la que Rusia vuelva a quedar geopolíticamente indefensa, aislada y con amenazas inmediatas en su frontera Oeste, prácticamente como lo estaba en el 1600.
De predominar este escenario, Rusia habrá sufrido otro revés o “desorden geopolítico de escala”, como sufriera la Rusia zarista ante Japón a principios del siglo XX; como la Rusia del “soviet” en 1917 en Brest Litovsk ante Alemania; como en 1941 cuando Hitler puso en marcha “la ambición geopolítica del siglo”, es decir, un plan para convertir a Rusia en su “espacio vasallo”; o como en los años setenta, cuando la notable expansión soviética global careció de las necesarias bases de sustentación económica, situación que fue decisiva para la continuidad de la URSS como superpotencia; o, finalmente, como en 1991, cuando la desaparición de la Unión Soviética produjo una alteración en el mapa mental de los rusos, no solamente por dejar de existir su país, sino por la extraordinaria contracción de las fronteras en el Este, el Sur y el Oeste, fenómeno que recreó la tradicional sentido de inseguridad geopolítica rusa.
Un escenario semejante difícilmente implique estabilidad para el orden interestatal. No sólo se tratará de un “nuevo desorden geopolítico” en Rusia, sino un desorden a escala regional y global que será muy difícil de reparar.
Por Dr. Alberto Hutschenreuter
Académico – Analista Internacional